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Datos principales


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La edad de las masas

Desarrollo


La vitalidad de la sociedad europea se materializó en el crecimiento de su población, que aumentó de unos 274 millones en 1850 a 423 millones en 1900. Puesto que las tasas de natalidad disminuyeron -del 37,2 por 1000 en 1850 al 35,6 en 1900 en Alemania; del 33,4 al 28,7 en Gran Bretaña; del 26,8 al 21,3 en Francia; del 38 al 33 en Italia-, el crecimiento de la población se debió al descenso aún mayor que registraron las tasas de mortalidad y, sobre todo, de la mortalidad infantil (menores de 1 año). En efecto, en países como Alemania, Francia y Gran Bretaña, la mortalidad descendió del 20-25 por 1000 en 1850 a niveles entre el 15 y el 19 por 1000 en los años 1900-1913 (y en Italia, por tomar un país atrasado, del 30 por 1000 al 20 por 1000 en los mismos años). La esperanza de vida que en los años 1850-60 podía cifrarse en Inglaterra y Francia en torno a los 40 años, se aproximaba a los 48 años en 1900. Aunque epidemias de viruela, tifus y cólera todavía causarían estragos en Europa en las últimas décadas del siglo XIX -la última pandemia de cólera, por ejemplo, tuvo lugar entre 1884 y 1891-, el retroceso de la mortalidad tuvo mucho que ver con el progreso material que la vida europea experimentó desde mediados del XIX, y con la mejora generalizada de los niveles de vida, incluidos los de las zonas rurales más deprimidas. Los avances en la medicina y, sobre todo, en la vacunación preventiva, debida a los descubrimientos de Louis Pasteur (1822-1895), fueron decisivos.

El propio Pasteur desarrolló en los años ochenta vacunas contra el carbunco y contra la rabia: la creación en 1889 del Instituto de su nombre fue capital para el posterior desarrollo de toda la microbiología. También en la década de 1880, el bacteriólogo alemán Robert Koch (1843-1910) descubrió los bacilos de la tuberculosis y del cólera, y Kebbs y Löffler, el de la difteria (1884). En 1890, von Behring (1854-1917) y Sh. Kitasato (1852-1931) consiguieron preparar el suero antidiftérico. Otros hallazgos -debidos a Roux, Yersin, Behring, Bela Schick, Ronald Ross, el español Jaime Ferrán, Ehrlich, Calmette y un largo etcétera- hicieron comprender las causas de la peste bubónica, del tifus, de la difteria, del tétanos, de la influenza, del paludismo y de otras enfermedades contagiosas, y permitieron que se empezara a controlar su desarrollo (y el de otras conocidas de antes, como la viruela). El ya citado descubrimiento de los rayos -X (Röntgen, 1895) tuvo igualmente aplicaciones inmediatas en medicina interna. A principios de siglo, se lograron avances decisivos en la clasificación de los grupos sanguíneos y en la suturación de vasos, lo que permitió proceder a transfusiones de sangre, se desarrolló el electrocardiograma (1903) y se consiguió combatir la tos ferina (Bordet, 1902). En 1909, Paul Ehrlich sintetizó el salvarsán y logró, así, tratar eficazmente la sífilis; en 1914 se dio ya con una eficaz vacuna antitetánica.

El desarrollo que paralelamente, esto es, entre los años 80 del siglo XIX y 1914, tuvieron la cirugía, las técnicas operatorias y la traumatología y en general, las distintas especialidades médicas (ginecología, endocrinología, oftalmología, etc.), más las mejoras del instrumental quirúrgico, la aparición de numerosos fármacos y medicamentos nuevos, la extensión de hospitales y centros asistenciales (y de los cuerpos de enfermeros), completaron lo que fue una verdadera revolución: la medicina cambió y mejoró radicalmente la vida. Otros dos factores fueron igualmente decisivos: los progresos que se lograron en la regulación e higienización de la vida colectiva por iniciativa de las distintas administraciones públicas -sobre todo, en los países más desarrollados-, y las mejoras que experimentaron dietas alimenticias y viviendas, también en parte por la intervención de las autoridades. De todo ello, lo sustancial fueron obras como la traída de aguas a los grandes núcleos de población, su servicio a domicilio y el control de su potabilidad, la extensión de las redes de alcantarillado, la abolición de los pozos negros y la recogida regular y eliminación de basuras, obras decisivas para la salud emprendidas por gobiernos y ayuntamientos desde mediados del siglo XIX y prolongadas a lo largo de los años, si bien con intensidad y ritmos de aplicación muy distintos según países, y en los más atrasados, ni siquiera comenzados hasta bien entrado el siglo XX.

De parecida importancia fueron medidas como las tomadas para limitar el trabajo de mujeres y niños. En Gran Bretaña, por ejemplo, quedó prohibido, en las minas, desde 1842, y en 1850, se prohibió que mujeres y niños trabajaran de noche y los sábados por la tarde. Luego, las prohibiciones se extendieron a imprentas, fábricas de explosivos y pinturas, y a muchos otros oficios considerados peligrosos e insalubres. En Francia, la ley de 2 de noviembre de 1892 prohibió el trabajo de los menores de doce años y estableció que las mujeres no trabajasen ni más de once horas ni de noche. La casuística por países y oficios- a veces regulada por la ley, a veces por la costumbre- fue infinita y desigual (por ejemplo, el trabajo nocturno de mujeres y niños no se prohibió en Rusia hasta 1885), pero el resultado, a medio y largo plazo fue el mismo: maternidad, procreación y crecimiento físico más saludables y vigorosos, y efectos consiguientes positivos para todo el ciclo demográfico. Tanto más, cuanto que en muchos trabajos como minas, siderurgia o construcción se fueron introduciendo, aunque fuese de forma precaria e insuficiente, medidas de protección (como andamios, cascos, guantes y gafas, ventiladores, lámparas de seguridad, etc). Aún se produjeron pavorosas catástrofes, sobre todo en las minas: 1.100 mineros murieron en el accidente que se produjo en Courrières (Francia) en marzo de 1906, y otros 493 en otro, en Senghenydd (Gran Bretaña) en 1913, por citar sólo dos ejemplos, referidos al siglo XX y de dos de los países más desarrollados.

Pero la tasa cotidiana de accidentes laborales, aun siendo elevadísima, comenzó a disminuir de forma gradual. La legislación fue, además, disminuyendo la jornada laboral. La siderurgia británica, por ejemplo, introdujo el sistema de tres turnos de 8 horas en 1900. En 1905, se fijó esa misma jornada -8 horas- en las minas francesas, y en 1908 en las inglesas. Francia, además, estableció la semana laboral de seis días en 1906; Italia, en 1907. Aunque éstas fueron cuestiones que variaron extraordinariamente de unos países a otros, y dentro del mismo país, según oficios y regiones, la jornada laboral en Europa era, hacia 1910, de unas 10 horas, es decir, dos horas menos que veinte años antes; para aquel año, el descanso dominical estaba establecido en casi todo el continente, y en algunos países y en ciertos oficios, incluso regía la llamada "semana inglesa", que suponía el descanso desde las primeras horas de la tarde del sábado. Las mejoras en las dietas alimenticias fueron, por lo que se refiere a las clases populares, muy lentas. El pan en sus distintas variedades, con algún ingrediente siempre pobre y escaso -tocino, aceite-, seguía siendo el principal componente de la alimentación de una gran mayoría de campesinos europeos en vísperas de la I Guerra Mundial. A principios de siglo, la Italia del Sur se alimentaba de polenta, harina de maíz molida y cocida. Charles Booth (1840-1916), el autor de la monumental Vida y trabajo del pueblo de Londres que en 17 volúmenes se publicó entre 1891 y 1903, estimó que un trabajador londinense gastaba por entonces una cuarta parte de sus ingresos en alcohol, en cerveza principalmente, que consumía en los pubs, que en la década de 1890 conocieron un desarrollo sin precedentes; los obreros franceses e italianos bebían cantidades muy altas de vino.

Con todo, y aunque las dietas a base de carne de cerdo seca y salada, de legumbres, patatas y otros alimentos poco nutritivos siguiesen siendo dominantes, se produjeron cambios significativos: desde finales del siglo XIX, se incrementó paulatina y sensiblemente- aunque con enormes diferencias según países y niveles de renta- el consumo de carne, frutas, leche y mantequilla; además, la higiene de los alimentos mejoró, al menos, en las ciudades, a medida que se fue extendiendo la inspección municipal de abastecimientos, mercados y mataderos. Baste un ejemplo de lo que todo ello supuso: en el Mezzogiorno italiano, la sustitución de la polenta por otros alimentos hizo que, hacia 1914, la pelagra, azote histórico de la región, hubiese casi desaparecido. Otro proceso vino, finalmente, a favorecer la salud de los europeos: la mejora que muy lentamente- y de nuevo, con enormes diferencias según países y regiones- fue experimentando la vivienda. Mejoraron, claro está, ante todo las viviendas de las clases acomodadas y medias, las primeras en instalar las principales novedades sanitarias como agua corriente, bañeras, inodoros con desagüe, etcétera, y en acomodarse, si no lo estaban ya, en viviendas de habitaciones espaciosas y bien ventiladas. Pero acabó por mejorar también- en muchísima menor proporción- la vivienda popular y obrera. Ello no fue resultado ni de la iniciativa municipal (que existió, y así, una Ley de Viviendas Obreras de 1890 facultó a los ayuntamientos ingleses a construir viviendas de protección oficial con cargo a los impuestos locales), ni de la privada (que también la hubo: iniciativas como la del magnate británico del chocolate George Cadbury que construyó una modélica ciudad-jardín para sus empleados en Bournville, en 1895, pudo ser excepcional, pero no era infrecuente que las grandes empresas construyeran viviendas y cooperativas para sus obreros). La mejora fue consecuencia sobre todo de algo ajeno a la acción voluntaria: se debió a que la instalación de tranvías eléctricos (años noventa) y metros (primera década del siglo XX), y el uso masivo de la bicicleta-5 millones en Francia y Gran Bretaña en 1900, 4 millones en Alemania-, permitieron la extensión de las ciudades fuera de sus perímetros tradicionales, fenómeno generalizado desde la década de 1860, y la construcción de ensanches y nuevas barriadas. O lo que es lo mismo, provocaron la descongestión paulatina de los viejos e insalubres centros urbanos.

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