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Situada en Asia oriental y central, China había conocido la dominación de los mongoles y de la dinastía Ming. Durante el siglo XVIII, China vivió una de sus épocas más prósperas, bajo los emperadores manchúes. Los manchúes habían penetrado en China a principios del siglo XVII y establecido una de las dinastías más brillantes y duraderas de la historia, la dinastía Ta Ch´ing. Descendientes de los jefes nómadas que habían arrebatado China a los Ming entre 1640 y 1651, harán evolucionar al Imperio aceleradamente en política, administración, economía, sabiduría y arte, hasta el momento de su desaparición en 1912. La población china manifestó cierta resistencia ante la dominación extranjera en los primeros años; más la tolerancia ideológica, la asunción de las costumbres y la adopción de la cultura china de los emperadores manchúes fueron los factores que determinaron su aceptación por el pueblo chino. La corrupción y la decadencia político-económica a la que había llegado la dinastía Ming en la primera mitad del siglo XVII generó una reacción contra el despotismo e hizo que la transición dinástica se verificase sin traumas y apenas sin conflictos. La conquista manchú, en 1644, produjo una crisis de un tipo que había ocurrido en China con bastante frecuencia, una crisis de lealtad, como la denomina Michael Loewe. En efecto, muchos funcionarios chinos llegaron a conciliar su conciencia con la necesidad de servir a la nueva casa fundándose en que el vencimiento de su predecesor estaba justificado por sus propios defectos.

Sin embargo, en 1654, el nuevo régimen se había fundado con el patente uso de la fuerza y no era fácil encontrar la justificación para servir a un conquistador extranjero. Un pequeño número de figuras notables, intelectuales y funcionarios en su mayoría, rehusaron aceptar la legitimidad de la nueva dinastía. Hacia 1683 se había logrado finalmente acabar con todos los bastiones de resistencia de los Ming. El afianzamiento de los emperadores manchúes y su creciente prestigio se debieron a una acertada política interior basada en el continuo interés en fusionar y limar diferencias entre chinos y manchúes, en el apoyo paternalista a las masas desposeídas del período Ming y en el progreso económico; y exterior, caracterizada por una sustancial ampliación de fronteras, fruto de la habilidad diplomática, el recurso a la guerra y las negociaciones comerciales. La reafirmación del poder imperial durante el período Ching fue en parte debida a la energía y carácter de un pequeño número de emperadores y se llevó a cabo de forma esporádica por medio de cambios institucionales que dieron al trono una situación de mayor influencia sobre los órganos de mando del gobierno. En efecto, bajo la dinastía manchú se produjo, como consecuencia de las necesidades de consolidar su dominio en China, un progresivo fortalecimiento y una mayor solemnidad de la figura imperial, en detrimento del aparato gubernamental. De las diferentes concepciones del confucianismo, los manchúes adoptaron la que más convenía a sus intereses, la de Tchuchi, la más antigua, aristocrática, ultranacionalista y muy exigente en lo referente a la obediencia absoluta a las autoridades; y la interpretación más reciente, la de Wang Yang-Ming, tendente a liberar al ser humano del peso de la tradición y, en consecuencia, favorable al progreso, retrocedió y cayó prácticamente en el olvido. El tchuchismo, puesto al servicio del vencedor, condenaba cualquier manifestación de libertad individual. Sin embargo, los emperadores de esta centuria -K'ang-Hsi (1661-1722), Yung-Chung (1723-1735) y Ch´ien-Lung (1735-1796)- procuraron basar su autoridad y la obediencia de sus súbditos en un mínimo de coerción y en un máximo de persuasión; en función de este objetivo, el pueblo fue sistemáticamente adoctrinado mediante la difusión de la ortodoxia neoconfuciana, la cual reiteraba una y otra vez la importancia del principio de autoridad y la virtud de la obediencia.

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