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Datos principales


Desarrollo


Capítulo XXXIII De cómo el gobernador prosiguió su camino habiendo grande contento en los españoles, y de cómo de la Puná vinieron mensajeros estando los isleños con determinación de dar la muerte a los nuestros No daban los cristianos paso en toda la tierra que de ello no le fuese aviso a Atabalipa, que ya en este tiempo había tomado la borla, y como tenían mandado, por fuerza y de voluntad, en la costa y tierra por donde los nuestros andaban, corrían a él como señor; y cuentan que algo le desasosegó saberlo, y que pensó con alguna gente de su ejército enviar contra los cristianos; más veníanles tantos capitanes con grandes compañías de su hermano a le dar guerra que dejó de enviar contra Pizarro: temiendo en más la otra guerra. Porque, como le dijesen que tan poquitos eran, reíase diciendo que los dejasen, que ellos le servirían de anaconas; y como era tan agudo envió ciertos orejones que, disfrazados, fuesen a entender lo que se decía de aquellas gentes. Por esta causa, de parte del inca, no vinieron a defender la tierra en la entrada a los españoles; ni los naturales, por donde pasaban, estaban todos, antes faltaban los principales con muchos de ellos, que andaban en los reales de los incas. Y la fama de cómo los españoles querían señorearlos y tomarles su tierra habíase extendido por todas partes. Los de Puná, isla comarcana con la tierra firme, rica y muy poblada, como conté en mi Primera parte, estaban más poderosos y siempre anduvieron de cautela, creían matar con engaño a los españoles, si en su isla fuesen, riéndose de los de Túmbez, sus enemigos, porque el año pasado tanto los loaron, cuando, con los trece, Pizarro andaba descubriendo.

A todo esto, Pizarro venía con los suyos, caminando hasta que llegaron a la punta de Santa Elena, lugar conocido a los que habemos andado por esta tierra. Los españoles no les parecía bien lo que veían, ni creían que fuese verdad lo que Pizarro y Candía, con los otros, dijeron que vieron (esto depende de nuestra condición tan hirviente, que lo queremos ver luego; y aquellos ya lo tenían por tarde, el no topar las tinajas y los cántaros, que después hubieron de ver). Y decían que para qué los llevaban más adelante, pues lo que veían era tan malo; y que volviesen a poblar en Puerto Viejo. Pizarro los esforzaba, animándolos para que fuesen, diciéndoles que si volvían a poblar en donde decía, creyeran los indios que volvían huyendo y los hallarían "de guerra" y correrían peligro. Con esto que dijo el gobernador, prosiguieron con su descontento y aun con falta de algunas cosas; el cual mandó a Diego de Agüero y a cinco o seis, que fuesen la costa adelante y mirasen por donde podrían descubrir la ensenada de Guayaquil. Estos anduvieron descubriendo lo que les pareció, volvieron a Pizarro; le dijeron que debería pasar a la Puná, pues había entre la tierra firme, y la isla, poco mar. Los principales de la isla, como supieron que los cristianos estaban tan cerca y que querían venir a su isla, queriendo ganar por la mano enviaron mensajeros avisados de lo que habían de decir: que fue que les rogaban pasasen todos a se holgar con ellos, donde serían bien recibidos y servidos de ellos, y que para que pudiesen pasar sin trabajo, enviarían muchas balsas en que viniesen ellos y sus caballos; teniendo concertado, según se dijo, que los que los llevasen desatasen en la mar las sogas, para que fuesen muertos en el agua todos en un tiempo y una hora.

Como Pizarro ignorase esta hazaña que querían hacer, respondió bien a los mensajeros, prometiendo alianza y paz con los de la isla y que los nuestros no harían daño ninguno en ella. Con esto dieron la vuelta, de que Tumbala, señor principal, recibió mucha alegría; mandó luego hacer muchas balsas, y tal diligencia tenían en todo, y contento, que se conoció por las lenguas en el trato en que andaban, según se afirma; y lo supieron de algunos, que como a naturales no lo tendrían en nada descubrirles tal secreto. Oyéronlo con disimulación sin se deturbar. Y como por ser lenguas, jubilados y tan bien tratados, no quisieron perder tal dignidad, antes en secreto a Pizarro dieron cuenta de lo que sabían. Agradeciólo mucho, prometiéndoles que los tendría por hijos y como a tales les haría el tratamiento. Sin se alterar mandó que ningún español pasase a la isla sin su mandado. El capitán Hernando Pizarro, su hermano, había quedado atrás con alguna gente; deseaba el gobernador que llegasen. Los de la Puná, vista la flojedad que había en los cristianos para pasar, temieron no fuesen avisados de su propósito (si era el que se ha dicho); por los asegurar pasó a ellos Tumbala; con disimulación grande, dijo a Pizarro que cómo no pasaba con los cristianos como antes se había concertado. Respondióle Pizarro, descubriendo lo que sabía; que por qué eran tan mañosos y cautelosos que sin él y sus cristianos haberles hecho enojo ni daño, ni entrado en su isla hubiese hecho monipodio para les matar con trato tan feo; que supiesen que Dios todopoderoso era con ellos y los guardaba y libraba de sus mentiras y traiciones.

Respondió excusándose (y con más ánimo de lo que ellos suelen tener) que era mentira, que alguno por se congraciar con él había dicho: porque él nunca tal pensó, ni acostumbró matar sus huéspedes y amigos. Y para que viese cómo era lo que decía, que le rogaba él mismo se metiese en una de las balsas, y viese cuánto descuido en todos los suyos había, para ponerse a lo que decían. Pizarro, como vio hablar al cacique tan de veras y con poca turbación, creyó que lo que le habían dicho, debió de ser consejo de ellos mismos, porque a la verdad son muy alharaquientos. Mandó a los suyos que pasasen yendo todos recatados. Los isleños los recibieron y proveyeron de lo que tenían cumplidemente, teniendo, a lo que por cierto cuentan algunos, ruin propósito contra los españoles, que estuvieron allí más de tres meses; otros salvan a los indios, porque dicen que los nuestros absolutamente se hacían señores de lo que no era suyo, con otras cosas que la gente de guerra suele acometer, que fue causa que del todo fuesen aborrecidos de los indios de la Puná, que quisiesen antes morir que por los ojos ver lo que veían.

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