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Desarrollo


De la muerte, de las almas y de la sepultura Tenían como seguro y probado que las almas son inmortales y estaban persuadidos de que habitaban completamente desnudas de cuerpo, en uno de tres lugares, a saber: cielo, infierno o paraíso terrenal. Decían que conquistaban el cielo, donde presidía el sol, los que caían en la guerra, o los que cautivados en las batallas eran sacrificados en las aras de los dioses, cualquiera que fuera el género de muerte que padecieran, que era muy variado por razón de las fiestas y de los dioses a quienes eran inmolados. Creían que el cielo era un lugar plano y campestre gobernado por el sol, y por consiguiente al salir, lo recibían con clamores y con gran estrépito, chocando y golpeando con vehemencia las adargas y los escudos; y sólo los que los tenían horadados por flechas enemigas, podían mirar al astro a través de los agujeros, porque de otra manera no era lícito levantar los ojos para contemplarlo. Decían que ese lugar constaba de bosques hermosos por los varios géneros de árboles, de animales mansos y por el canto y la multitud de aves bellísimas. No tenían la menor duda de que cualquier cosa que se ofreciera a los celícolas por aquellos que aún estaban en esta vida, llegaría sin pérdida de ninguna partícula de las oblaciones, las que serían recibidas y acomodadas para su uso por los habitantes del cielo a quienes se consagraban. Estos eran transformados pasado un año en aves cubiertas de plumas varias y vagaban por el cielo y por la tierra chupando como el hoitsitzilim el rocío caído sobre las flores y retenido en las corolas.

Añadían que eran recibidos en el paraíso terrenal los náufragos, los muertos por el rayo y los que morían de lepra, sarna, sarpullido y de la enfermedad india que ellos mismos llaman nanahuatl (con la que ahora han contagiado a todo el orbe), o que morían de gota. Afirmaban que este lugar afluía en todo género de delicias; carecía de toda molestia y gozaba de una primavera eterna y de un clima agradabilísimo. Perpetuamente reverdecían allí la calabaza, el maíz, el chile y todo género de bledos, armuelle, legumbres y frutas. Añadían que los habitantes de esas regiones eran aquellos dioses autores de las lluvias que tenían por costumbre llamar tlaloques en la lengua patria, y aplacarlos con sangre derramada de tiernos niños. A los que morían con dichas enfermedades, a saber, infectadas por el contagio, sórdidas y públicamente conocidas, nunca los quemaban, sino que los enterraban, poniéndoles entre las manos unas varitas y en las quijadas unas semillas de bledo; teñiéndoles el rostro de color azul celeste y añadiendo por todos los lados papeles recortados, los que se ponían en la nuca y por el resto del cuerpo como ornamento peculiar de los dioses. Todos los demás, quienesquiera que fuesen y de cualquier modo que exhalaran el alma, se creía que eran precipitados al báratro, porque en verdad los sacrificios, ayunos, preces, efusiones de sangre y otras cosas con las cuales ablandaban a los dioses, creían que servían solamente para lo caduco que podía obtenerse de ellos, pero la sede que habitarían las almas desnudas de cuerpo, no dependía más que del género de muerte.

En esta forma hablaban a los que se partían de los vivos, con discursos fecundos y plácidos (es esta gente en verdad fecunda por naturaleza y, sin maestros, perita en el hablar); les decían que ya habían recorrido el curso de su vida y apagada esta luz, tenían que ir adonde pareciera a los dioses; a saber, a un lugar horroroso por las perpetuas tinieblas, y que no podía ser evitado por ninguna industria; habían vivido ya por beneficio de los dioses y habían recorrido el curso que éstos les habían asignado y, a pesar de que la vida estuviese encerrada entre angostos límites, ya no era permitido oponerse al hado o invertir el orden constante de las cosas. Ya los dioses tartáreos los llamaban al orco y había que obedecerles dejando los hogares, la dulcísima mujer, los carísimos hijos y los gratísimos amigos. Y vueltos a los consanguíneos del difunto, les decían que aquello era obra de Dios y de la naturaleza de las cosas, la cual no podía evadir ningún hombre mortal, que había visto la luz ya condenado a muerte, y que por consiguiente ésta debía ser tolerada por todos con amino sereno. Decían otras muchas cosas más que se pueden conjeturar por las antedichas. Concluido esto, le encogían las piernas al muerto, y lo rodeaban por todas partes con el papiro que llaman "amatl". Le rociaban el rostro y la cabeza con agua fría, añadiendo, que puesto que la había bebido durante su vida, le serviría ya muerto para recorrer su larguísimo camino, y, por consiguiente, la ponían en un pequeño vaso entre los lienzos que atados y cosidos le servían de mortaja; los cuales, según los varios géneros de muerte y la calidad de los muertos, solían variarse también en muchos modos.

Colocaban encima otros papiros en otras partes, añadiendo que vendría el tiempo en que fuesen de no poca utilidad. Quemaban también y volvían ceniza todos los vestidos y ornamentos que había usado en vida, para que ya muerto no le hicieran falta, sino que lo protegieran en contra del invierno y el frío intenso de las regiones por las que tenía que atravesar. Poníanle junto también, como compañero del viaje, un perro bermejo, con unos hilos flojos de algodón ligados al cuello, pues creían que sin este auxilio no podría atravesar el río tartáreo; el cual una vez atravesado, debía dar aquellos papiros como don suplicante a Plutón, dios del tártaro, con otros hilos flojos y haces de ocotes, los que incluían también en los vestidos fúnebres. Guardaban doblados y bien envueltos los vestidos de las mujeres que morían, hasta el octogésimo día, después del fallecimiento, en que los quemaban. Todo lo dicho se hacía lo mismo al completarse el primer año, el segundo, tercero y cuarto, y hasta entonces concluían las exequias. Pero no daban aquí fin a sus disparates, porque afirmaban que después de que habían tocado los umbrales de los infiernos, tenían que llegar además a otros nueve tártaros y atravesar montados sobre el perro los ríos que se presentaban a los que recorrían ese camino. Añadían otras muchas cosas no menos pueriles, las que me han parecido indignas de recordarse y por consiguiente las he pasado en silencio. Adornado (como dijimos) el cadáver, lo ponían en una silla como si estuviera sentado y le rodeaban de banderas, si era funeral de señor; mataban esclavos y con los corazones rociaban el cadáver que después de quemado y vuelto ceniza, era sepultado.

Si en cambio era del vulgo ignoble, colocado de la misma manera le ponían enfrente alimentos y la tercera parte de sus bienes (si algunos tenía) y así se acostumbraba enterrarlo. Si era mercader o soldado hacían lo mismo y también era enterrada con él la tercera parte de sus cosas. Quemaban los cuerpos que según sus ritos pertenecieran al fuego, y un par de viejos a quienes se encomendaba ese trabajo, mientras otros dos cantaban, traspasaban con lanzas los cadáveres en combustión. Después sobre las cenizas y los huesos, esparcían agua y por fin los enterraban en una fosa de forma redonda, pero antes les ponían en la boca, si el muerto era noble, una esmeralda, pero si era de la clase ínfima, una piedra iztlina, que llaman texoxoctli, mucho menos valiosa; y creían que estas piedras servirían de corazón a los difuntos. A los próceres muertos los rodeaban con un aparejo de papeles muy grande y, hecha de los mismos, una efigie adornada con plumas de muchos colores, al mismo tiempo inmolaban veinte esclavos y otras tantas esclavas traspasándoles el cuello con muchas flechas, el día en que el señor era quemado, para que adondequiera que fuese le siguieran para servirlo como si todavía estuviese en vida.

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