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Datos principales


Desarrollo


CAPÍTULO XIX Hacen los españoles una puente y pasan el río de Ocali y llegan a Ochile Viendo el gobernador el poco respeto y menos obediencia que los indios tenían a su cacique Ocali y que para el hacer de la puente ni para otro efecto alguno le aprovechaba poco o nada el tenerlo consigo, acordó darle libertad para que se fuese a los suyos porque los demás señores de la comarca no se escandalizasen, entendiendo que lo detenían contra su voluntad. Y así le llamó un día y le dijo que siempre le había tenido en libertad y tratándole como a amigo y que no quería que, por su amistad, perdiese con sus vasallos, ni que ellos, pensando que lo tenían preso, se amotinasen más de lo que estaban. Por tanto le rogaba se fuese a ellos cuando quisiese y volviese cuando le pluguiese, o no volviese, como más gusto le diese, que para todo le daba libertad. El curaca la tomó alegremente diciendo que sólo por reducir sus vasallos a la obediencia del gobernador quería volver a ellos para que todos viniesen a servirle, y cuando no pudiese atraerlos, volvería solo, por mostrar el amor que al servicio de su señoría tenía. Con esta promesa hizo otras muchas, mas ninguna cumplió, ni volvió, como había prometido, que de los prisioneros que debajo de sus palabras salen de la prisión pocos han hecho lo que Atilio Régulo. Habiéndose ido el cacique, los españoles, por industria de un ingeniero ginovés llamado maese Francisco, trazaron la puente por geometría, y la hicieron de grandes tablazones echadas sobre el agua, asidas con gruesas maromas (que para semejantes necesidades llevaban prevenidas).

Trababan y encadenaban las tablas con largos y gruesos palos que cruzaban por cima de ellas, que, como había tanta madera en aquella tierra, a pedir de boca gastaban la que querían, con lo cual en pocos días se acabó la obra de la puente, y salió tan buena que hombres y caballos pasaron por ella muy a placer. El gobernador, antes que pasasen el río, mandó a los suyos que, puestos en emboscadas, prendiesen los indios que pudiesen para llevar quien los guiase, porque esos pocos que habían venido a servir los castellanos se huyeron con la ida del cacique. Prendieron treinta indios, entre chicos y grandes, a los cuales con halagos, dádivas y promesas --y por otra parte con grandes amenazas de cruel muerte, si no hacían el deber-- les hicieron que los guiasen en demanda de otra provincia que está de la de Ocali diez y seis leguas. Las cuales, aunque estaban despobladas, eran de tierra apacible, llena de mucha arboleda y arroyos que por ella corrían, muy llana y fértil si se cultivase. Las ocho leguas primeras anduvo el ejército en dos días, y el día tercero, habiendo caminado la media jornada, se adelantó el gobernador con cien caballos y cien infantes, y, caminando el resto del día y toda la noche siguiente, dio al amanecer en un pueblo llamado Ochile, que era el primero de una gran provincia que había por nombre Vitachuco. Esta provincia era muy grande; tenía, por donde los españoles pasaron, más de cincuenta leguas de camino. Teníanla repartida entre sí tres hermanos.

El mayor de ellos se llamaba Vitachuco, como la misma provincia y el pueblo principal de ella, que adelante veremos, el cual señoreaba la mitad de ella, como, de diez partes la cinco. Y el segundo, cuyo nombre por haberse ido de la memoria no se pone aquí, poseía de las otras cinco, las tres. Y el menor, que era señor de este pueblo Ochile, y del mismo nombre, tenía las dos partes. Por qué causa o cómo hubiese sido este repartimiento no se supo, porque en las demás provincias que estos castellanos anduvieron las heredaban los primogénitos como se heredan los mayorazgos, sin dar parte a los segundos. Pudo ser que estas partes se hubiesen juntado por casamiento, que se hubiesen hecho con aditamento, que se volviesen a dividir en los hijos, o que por parientes que hubiesen muerto sin herederos forzosos las hubiesen dejado a los padres de estos tres hermanos con la misma condición que se dividiesen en los sucesores porque hubiese memoria de ellos, que el deseo de la inmortalidad, conservada en la fama, por ser natural al hombre, lo hay en todas las naciones por bárbaras que sean. Pues, como decíamos, el adelantado llegó al amanecer al pueblo Ochile, que era de cincuenta casas grandes y fuertes, porque era frontera y defensa contra la provincia vecina que atrás quedaba, que era enemiga, que en aquel reino casi todas lo son unas de otras. Dio de sobresalto en el pueblo, mandó tocar los instrumentos musicales de la guerra, que son trompetas, pífanos y atambores, para con el ruido de ellos causar mayor asombro.

Prendieron muchos indios, que, con la novedad del estruendo, salían pavoridos de sus casas a ver qué era aquello que nunca habían oído. Acometieron la casa del curaca, que era hermosísima. Toda ella era una sala de más de ciento y veinte pasos de largo y cuarenta de ancho. Tenía cuatro puertas a los cuatro vientos principales. Alderredor de la gran sala, pegados a ella, había por de fuera muchos aposentos, los cuales se mandaban por de dentro de la sala como oficinas de ella. En esta casa estaba el cacique con mucha gente de guerra, que la tenía de ordinario siempre consigo como hombre enemistado, y con el rebato acudió mucha más gente del pueblo. El curaca mandó tocar al arma y quiso salir a pelear con los castellanos, mas, por prisa que él y sus indios se habían dado a tomar las armas para salir de la casa, ya los cristianos les tenían ganadas las cuatro puertas y, defendiéndoles la salida, les amenazaban que, si no se rendían, les quemarían vivos. Por otra parte les ofrecían paz y amistad y todo buen tratamiento. Mas el curaca ni por los fieros ni por los halagos quiso rendirse hasta que, salido el sol, le trajeron muchos de los suyos que habían preso, los cuales le certificaron que los españoles eran muchos, que no podrían prevalecer contra ellos por las armas, sino que fiase de ellos y de su amistad, porque a ninguno de los presos habían tratado mal, que se conformase con la necesidad presente, pues no tenía otro remedio. Por las persuasiones se rindió el cacique.

El gobernador lo recibió afablemente; mandó que los españoles tratasen con mucha amistad a los indios, y reteniendo consigo al curaca, hizo soltar libremente todos los demás indios, de que el señor y los vasallos quedaron muy contentos. Alcanzada esta victoria, viendo el general que de la otra parte del pueblo, en un hermosísimo valle, había gran población de casas derramadas de cuatro en cuatro y de cinco en cinco, y de más y de menos, donde había mucho número de indios, le pareció no era seguro esperar la noche siguiente en aquel pueblo porque los indios, juntándose y viendo los pocos castellanos que eran, no se atreviesen a quitarles el curaca e hiciesen algún levantamiento con todos los señores de la comarca, por lo cual salió del pueblo y fue donde estaban los suyos. Llevó consigo el curaca y halló alojada su gente tres leguas del pueblo; estaban congojados de su ausencia, mas con su venida y la buena presa se regocijaron mucho. Con el cacique fueron sus criados y otros muchos indios de guerra que de su voluntad quisieron ir con él.

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