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Datos principales


Desarrollo


CAPÍTULO XIII Rancho Halal. --Aguada pintoresca. --Excavaciones hechas en ella por los indios. --Sistema de aguadas. --Continuación de la jornada. --Extravío. --Tentativa en la lengua maya. --Alameda de naranjos. --Ruinas de Yakabcib. --Edificio destruido. --Sierra pedregosa. --Pueblo de Becanchén. --Hospitalidad. --Piedras esculpidas. --Pozos. --Corriente de agua. --Derivación de la palabra Becanchén. --Progreso rápido de este pueblo. --Origen del agua de sus pozos. --Accidente ocurrido a un indio. --Separación de los viajeros. --Aguadas. --Pájaro raro. --Hacienda Sacakal. --Visita a las ruinas. --Terraza de piedra. --Agujero circular. --Dos edificios. --Garrapatas. --Hormigas negras. --Vuelta A las siete de la mañana del día siguiente nos pusimos en marcha, y como a distancia de una legua llegamos al rancho Halal, desde el cual nos dirigimos a la aguada para dar de beber a nuestros caballos. Cuando llegamos a sus orillas, presentaba una de las escenas más bellas y pintorescas que hubiésemos contemplado en el país: estaba completamente cercada de una floresta, y robustos árboles crecían en sus inmediaciones dando sombra al agua; su superficie estaba cubierta de plantas acuáticas, como un tapete de un verde vivísimo; y, además, la aguada poseía una circunstancia altamente interesante, que no provenía de su belleza misma. Conforme a lo que se nos había referido en el rancho, diez años antes estaba enteramente seca y cubierto el fondo de una capa de lodo de algunos pies de profundidad.

Los indios tenían la costumbre de abrir casimbas en ella para recoger el agua que filtraba, y en algunas de estas excavaciones se encontró un pozo antiguo, que, al despejarlo, se halló ser de un singular carácter y construcción. Consistía en una plataforma superior en cuadro, y debajo había un pozo de bóveda de veinte a veinticinco pies de profundidad, y revestido de piedras labradas. En el fondo había otra plataforma de la misma figura que la primera, y abajo de ella otro pozo de menor diámetro y casi de la misma profundidad. El descubrimiento de este pozo indujo a practicar nuevas excavaciones, y como todo el país estaba interesado en el asunto, se trabajó de manera que llegó a descubrirse hasta más de cuarenta pozos del mismo carácter y construcción. Limpiáronse todos, la aguada reapareció en toda su abundancia, y desde entonces provee ampliamente de agua en la mayor parte de la estación de la seca. Cuando flaquea, aparecen los pozos y continúan éstos proveyendo de aquel elemento, hasta que vuelve la estación periódica de las aguas. Al apartarnos de aquí, continuamos nuestro camino por un llano. Albino se había atrasado, y después de pasar nosotros por un rancho llegamos a otro en que había varias encrucijadas, y no sabíamos cuál era el camino que debíamos seguir. Ni un solo hombre había allí, y tuvimos que correr en pos de las mujeres hasta sus propias cabañas con el objeto de preguntarles la dirección del camino. En la última cabaña nos encontramos con dos mujeres haciendo una tela de algodón, y haciendo un gran esfuerzo en lengua maya les dijimos: "Tux yan bé" (en dónde está el camino de), agregando la palabra Akabcib, nombre del rancho en que estaban las ruinas, de que se nos había hablado.

Nos era sumamente fácil, por la práctica, dirigir esta pregunta en la lengua maya; pero toda respuesta que no fuese sí, no, o una indicación con la mano, quedaba enteramente fuera de nuestra inteligencia. Las mujeres nos dieron una respuesta muy larga y probablemente muy cortés; pero no comprendimos ni una sola palabra, y, viendo que era imposible hacerlas hablar en monosílabos, pedimos un poco de agua y seguimos de largo. Cuando ya nos hallábamos a alguna distancia de este rancho, se nos ocurrió la idea de que tal vez fuese el mismo de Akabcib que solicitábamos, y al momento contramarchamos. Sin embargo, antes de llegar a él, entramos en una espaciosa alameda de naranjos, en donde nos apeamos y atamos los caballos a la sombra para esperar a Albino. Los naranjos estaban cargados de fruto; pero las naranjas eran agrias. Además, no podíamos sentarnos bajo los árboles, porque el suelo hervía de garrapatas, hormigas negras y otros insectos, y mientras estábamos en pie teníamos que sacudirnos a cada instante. Pero después llegó Albino a galope abierto, y supimos que en efecto habíamos pasado el rancho Akabcib, como sin duda alguna nos lo habían dicho las mujeres. Mientras montábamos de nuevo para retroceder, un muchacho desnudo pasó montado en un miserable caballo en medio de dos anclotes, con los cuales se dirigía a la aguada. Por medio real que le dimos ató su caballejo a un matorral y se encargó de guiarnos hasta el rancho, más allá del cual, dando vuelta hacia la derecha, llegamos a un edificio arruinado.

Éste era pequeño, y su frente todo había desaparecido: la puerta estuvo adornada de columnas que estaban caídas y yacían por el suelo. El muchacho nos dijo que había otros montículos arruinados, pero ningún otro edificio más. Con semejante noticia retrocedimos sin desmontar de los caballos, y proseguimos nuestra marcha. A las dos de la tarde llegamos al pie de una sierra pedregosa, áspera y difícil para los caballos, si bien observó Mr. Catherwood que el suyo se amusgaba y caminaba más aprisa. Desde la cresta de la sierra vimos a nuestro pies, del otro lado, el pueblo de Becanchén, en donde al llegar nos dirigimos a través de la plaza a una gran casa, cuyo frente decoraba una pintura roja representando a un mayordomo a caballo, que conducía a la liza un toro. Preguntamos por la casa real, y se nos dirigió a una miserable casa de guano, de donde salió un caballero y reconoció el caballo de Mr. Catherwood como perteneciente a don Simón Peón; y por el caballo me reconoció a mí también por haberme visto en compañía de don Simón en la feria de Halachó. Con esto, nos ofreció su casa por posada, cuya oferta, al echar una ojeada sobre la casa real, no pudimos menos de aceptar sin vacilación. Nos encontrábamos aún en el inmenso cementerio de las ciudades arruinadas. En el corredor de la casa había algunas piedras esculpidas, que a decir de nuestro huésped se habían tomado de los antiguos edificios de las cercanías, que suministraban materiales para todas las casas de la plaza.

Además de estas muestras, había otras varias del mismo género. En la plaza existían ocho pozos abundantes en agua a la sazón, y que llevaban el inequívoco signo de ser obra de los antiguos aborígenes. Descendiendo de la plaza, en la ladera de una colina, el agua brotaba de las rocas, se recogía en un limpio estanque, y de allí corría hasta perderse en el bosque. Ésa era la primera vez que en todo nuestro viaje hubiésemos encontrado algo semejante a un arroyo manantial, y por cierto que era para nosotros un bello y delicioso espectáculo, después de haber transitado por tan áridas regiones, sembradas de cavernas inaccesibles, aguadas cubiertas de lodo y de uno u otro charco de agua escondido en la cavidad de las rocas, Nuestros indios cargadores se habían alojado en un enramada a la vista del arroyuelo, y para ellos y para todos los arrieros era semejante a la fuente que descubre el árabe en un oasis del desierto, o a los ríos de agua dulce que presenta Mahoma en el paraíso a los verdaderos creyentes. La historia de este pueblo tiene todos los tintes del romance, y por cierto, que el genio del romance está entronizado en toda esta tierra cubierta de ciudades arruinadas. Su nombre es compuesto de las palabras de la lengua maya Becán, que quiere decir arroyo, y Chen, pozo. Hasta veinte años antes todo el país circunvecino era una selva áspera y desierta. Un indio solitario llegó allí, despejó el terreno y plantó una milpa; mientras se hallaba ocupado en esta operación, se encontró con la corriente de agua dulce, y, habiéndola seguido, descubrió el manantial de la roca y los pozos que ocupan hoy la plaza.

Por de contado que los indios acudieron a establecerse alrededor de estos receptáculos, y gradualmente fue formándose un pueblo que hoy contiene seis mil habitantes; cuyo progreso, supuesta la diferencia de recursos de aquel país y del carácter de aquel pueblo, puede compararse con el de las más florecientes poblaciones de nuestro propio país. Estos pozos no son más que meras excavaciones a través de una capa de roca calcárea, variando su profundidad según las irregularidades del lecho, pero sin exceder generalmente de cuatro o cinco pies. El origen de estas aguas lo creen misterioso sus habitantes, pero es patente que se derivan de los aguaceros en la estación de las lluvias. El pueblo se halla rodeado de colinas por tres costados. En el lado superior de la plaza, cerca de la esquina de una calle que corre detrás de aquella línea elevada, se encuentra en la roca una enorme excavación natural; y durante la estación lluviosa un torrente de agua, formando una especie de canal, corre por toda esta calle y va a vertirse en la excavación. La masa de agua, según se nos dijo, era tal que por espacio de ocho o diez días después de las últimas lluvias el torrente prosigue corriendo, y tenía dieciocho pulgadas de diámetro cuando le vimos. El agua de los pozos se encuentra siempre al mismo nivel que la que se mantiene depositada en esta excavación: sube y baja simultáneamente; y, para mayor prueba de su directo contacto, puede citarse el hecho, que nos fue referido, de un perrillo que, habiendo caído en la excavación, apareció muerto algunos días después en uno de los pozos más distantes.

El doctor Cabot y yo descendimos a uno de ellos, y encontramos que era una caverna tosca e irregular como de veinticinco pies de diámetro: la techumbre presentaba algunos caracteres de regularidad; y no sería extraño suponer que fuese artificial en parte. En línea perpendicular a la boca del pozo, el agua apenas tendría dieciocho pulgadas de profundidad; pero el fondo era desigual, y a uno o dos pasos más el agua era tan profunda, que se hacía imposible medir perfectamente la profundidad. Con sólo el auxilio de la luz de una vela no pudimos descubrir la vía de comunicación con los otros pozos; pero de uno de los lados el agua corría bajo la pendiente de una roca, y es probable que allí hubiese algunas grietas por donde pasase. Y no hay duda de que así debía de haber sido, porque precisamente aquél era el pozo en que se encontró el perro muerto de que ya he hecho referencia. Al salir de este pozo, tuvimos que ocuparnos de otra clase de negocios. Como Becanchén tenía pocas o ningunas relaciones con la capital del Estado, y éste era el primer pueblo que encontrábamos a donde no hubiese llegado la nombradía del Dr. Cabot, nuestro huésped me llamó aparte para preguntarme si en efecto el tal doctor era realmente un médico. Luego que el hecho quedó perfectamente establecido con mi testimonio, el huésped rogó al médico que examinase a un joven indio cuya mano había sido destrozada en un trapiche, o molino de caña. El doctor hizo algunas preguntas, y de las respuestas que se dieron infirió que era necesaria la amputación de la mano; mas por desgracia, al reducir al menor bulto posible nuestro equipaje, sus instrumentos operatorios se habían quedado atrás.

Tenían un serrucho de mano para varios usos, y que podría servir en parte, y Mr. Catherwood tenía un gran cortaplumas de buen temple, que el doctor opinaba sería muy adaptable al objeto, pero que el dueño oponía algunas observaciones a que se le diese semejante destino quirúrgico. Y no le faltaba razón: veinte años antes había comprado en Roma aquella navaja, y en todas sus peregrinaciones había sido su compañera de viaje, y, si se prestaba a que con ella se ejecutase la operación, ya no volvería a servirle más. Esforzáronse los argumentos de una y otra parte, y de todo resultó que, a menos de no ser absolutamente necesaria la amputación del brazo para salvar al muchacho, el doctor no abría la navaja. Al llegar a la casa del paciente, vimos al indio sentado en la sala, con la mano arrancada de la muñeca cerca de una pulgada y el tronco inflamado, formando una bolsa de seis pulgadas de diámetro, perfectamente ennegrecido e hirviendo en gusanos. A la primera ojeada me retiré al patio y de allí a la cocina, de donde una mujer ocupada en hacer sus preparaciones culinarias salió corriendo dejando sus cazuelas en el fuego. Encargueme entonces de la superintendencia de la cocina, y me puse a secar mis vestidos húmedos, resuelto a evitar todo participio en la operación; pero por fortuna mía y de la navaja de Mr. Catherwood, el Dr. Cabot no juzgó conveniente verificar la amputación. Diez días hacía que el accidente había ocurrido, y la herida parecía hallarse en buen estado.

El Dr. Cabot atribuía la preservación del muchacho al sano y saludable estado de su sangre, resultado de la simple dieta que usan los indios. En este sitio determinamos separarnos, dirigiéndose Mr. Catherwood a Peto, distante de allí día y medio de camino, y permanecer en aquel pueblo, algunos días en descanso, mientras que el Dr. Cabot y yo debíamos emprender una marcha retrógada y tortuosa al pueblo de Maní. Hablábamos de nuestro proyecto, cuando uno de los circunstantes, don Joaquín Sáenz, caballero del pueblo, nos habló de las ruinas de su hacienda, Sacakal, distante ocho leguas por un camino de milpa, y nos dijo que, si podíamos esperarlo un día nos acompañaría a visitarlas; pero, como no nos era posible esperar, dionos una carta para el mayordomo. A la mañana siguiente muy temprano el Dr. Cabot y yo nos pusimos en marcha, acompañados de Albino y un indio que llevaba una petaquilla y las hamacas. Tomamos un camino junto al arroyo y por espacio de algún tiempo seguimos una especie de foso profundo, formado por la gran masa de aguas que corre por él en la estación de las lluvias. Llegamos a las nueve y media a una gran aguada, cuyas orillas se hallaban tan azolvadas que me fue imposible bajar para beber agua. A una legua más, llegamos a otra, rodeada de una hermosa arboleda que le hacía sombra, y en cuya superficie nadaban algunos patos silvestres. En nuestro camino el Dr. Cabot mató un pájaro raro, uno de los más hermosos de aquel país, y que adornaba con el brillo de su plumaje un magnífico árbol.

Una hora harto penosa perdimos caminando extraviados en las varias veredas que partían de la aguada. Hacía un calor vehemente, el país estaba desolado y abrasados de sed nos encontramos con unos indios, que bajo la sombra de una gran ceiba estaban comiendo tortillas y chile. Dirigímonos a ellos con la esperanza de que nos proporcionarían agua; pero no la tenían, o más bien la escondieron al acercarnos, según supuso Albino. A la una de la tarde llegamos a otra aguada; pero estaba el fondo tan lodoso, que era imposible obtener agua sin enlodar a los caballos completamente y exponernos a lo mismo, de manera que nos vimos obligados a apartarnos de allí sin haber podido satisfacer la abrasadora sed que nos devoraba. A poca distancia más torcimos a la izquierda, y extraordinariamente fatigados con el calor y la aspereza del camino, a pesar de no haber andado más que ocho leguas, llegamos a la hacienda Sacakal. A la caída de la tarde, escoltado del mayordomo y de un vaquero que debía enseñar el camino, me dirigí a las ruinas. A la distancia de media milla, camino de Tekax, nos internamos en el bosque de la izquierda y muy luego nos hallamos al pie de una terraza de piedra, a cuya cima nos guió el vaquero a caballo, siguiéndole nosotros. En esta terraza existía un agujero circular semejante a los que habíamos visto en Uxmal y otros puntos, pero mucho más grande. Fijando intensamente los ojos en el interior hasta acostumbrarlos a la oscuridad, noté un amplio salón con tres aberturas en la pared que, a decir del mayordomo, eran puertas que conducían a varios pasadizos subterráneos de una extensión desconocida.

Por medio de una horqueta descendí hasta el fondo, y me encontré con una cámara oblonga. Lo que el mayordomo llamaba puertas, no eran otra cosa que ciertas hendeduras de dos pies de profundidad solamente. Tocando con el pie a una de ellas, le dije que allí estaba el fin del pasadizo, y él me replicó que era porque estaba tapado, y persistió en asegurarme que era de una extensión inmensa. Era difícil averiguar qué objeto habían tenido aquellas hendeduras artificiales, que daban a aquellos subterráneos cierto carácter misterioso, y echaban abajo la ideas de que pudiesen haber servido de pozos o cisternas. Algo más allá, en una terraza más alta y entre varios montones de escombros, descollaban dos edificios, uno de los cuales se hallaba en buen estado de preservación, y con todo el exterior decorado de columnas fijas en las paredes, algo diferentes y más caprichosas que las que habíamos visto en las fachadas de otros edificios. El interior sólo consistía de una pieza de quince pies de largo y nueve de ancho: el techo era elevado, y la clave del arco era una sola piedra adornada de pinturas, semejante a la que habíamos visto por primera vez en Kiuic. Este edificio estaba situado en frente de otro mucho más arruinado y cubierto de maleza, que se conocía haber sido un importante y magnífico edificio. Su plan era complicado; una parte del exterior era semicircular y formada de una masa sólida. En la pared posterior existía un nicho, en donde seguramente hubo cosas nuevas y curiosas; y había además otros varios cerros de ruinas, cuya forma y carácter no era posible distinguir.

Además de que mi visita era solamente de paso, pocas consideraciones había que me estimulasen a permanecer por más tiempo. Decíase que las garrapatas iban a terminar en breve; pero lo cierto es que continuaba la plaga de ellas con la estación lluviosa y realmente esto las aumentaba y multiplicaba. Descubrilas al momento de desmontar y desde luego hice por quitármelas de encima cuanto antes; pero, deseando echar una ojeada al edificio inmediatamente y evitar que me cogiese la noche, dile una vuelta en rededor apartando ramas y malezas, con lo cual me encontré cuajado de aquellos malvados insectos y volví de prisa al camino. En el tránsito me encontré, sin haber acatado en ello, con el rastro de una procesión de enormes hormigas negras. Estas procesiones merecen contarse entre los extraordinarios espectáculos que se encuentran en aquel país, porque es muy frecuente verlas ennegreciendo el terreno por más de una hora. El insecto tiene un aguijón semejante al de las avispas, como tuve ocasión de saberlo y experimentarlo en esta vez. Cuando hube de alcanzar el camino, me hallaba materialmente entorpecido del dolor de las mordeduras del animal, y a fe mía que al tiempo de montar de nuevo a caballo experimentaba un vivo sentimiento que me decía que por nada de este mundo viviría yo en el país en que tales hormigas existen. La hacienda se hallaba en una preciosa situación: en frente corría una línea de colinas; el sol estaba poniéndose y aquélla era la hora más propia para una correría campestre; pero el propietario de todos estos terrenos no podía apartarse una línea de los senderos trillados, sin atraerse encima esta malignísima plaga. Al volver a casa, el mayordomo tuvo la bondad de proveerme de agua caliente para tomar un baño, con el cual logré refrescar la fiebre de mi sangre. Por la noche, y ésta era la primera vez que nos sucedía en el país, dormimos en una pieza en cuya testera estaban las hamacas de las mujeres; pero esto no era tan malo como las hormigas o las garrapatas.

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