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Desarrollo


CAPITULO LVI Llega el socorro de dos Misioneros, y sale el V. Padre Presidente a hacer su última Visita a las Misiones del Sur. Enterado el R. P. Guardián por Carta del Padre Presidente de quedar establecida la Misión de San Buenaventura con el mismo método que las demás, (lo que aprobó) y viendo que ya no quedaba supernumerario alguno, propuso en Directorio esta necesidad; y no obstante de hallarse el Colegio con tan corto número de Religiosos que siguiesen la Comunidad, que apenas excedía el número de diez y ocho que estábamos en estas nueve Misiones, y que no se tenía la menor noticia de la Misión de España; determinaron viniesen dos para suplir en las necesidades que ocurriesen, los que luego se aprontaron, y caminaron para San Blas; y habiéndose embarcado, llegaron con felicidad a este Puerto el 2 de junio de 1783, y habiendo descansado unos días en esta Misión, y en la de Santa Clara, llegaron por tierra a la de S. Carlos de Monterrey a tomar la bendición del R. P. Presidente, que hallaron malo de una flucción que le había caido al pecho. Este accidente del dolor del pecho, ya había muchos años que lo padecía, desde que estuvo en el Colegio, aunque jamás se quejó ni hizo la menor diligencia de ponerse en cura, haciendo tanto caso de este accidente como de la llaga, e hinchazón del pie y pierna, que cuando le hablábamos de aplicarle algún remedio solía responder: dejemos esto no lo vayamos a echara perder; así vamos pasando; añadiendo el dicho de Santa Agueda: Medicinam carnalem corpori meo numquam exhibui.

Este dolor y sofocación del pecho, aunque nunca se explicó si se sentía o no lastimado de él, yo así lo juzgué, acordándome de lo que S. P. practicaba en muchos de los Sermones de las Misiones que predicó entre Fieles, que ya queda dicho a fin de mover a los del auditorio a llorar sus culpas, y dolerse de sus pecados. A más de la cadena que ya solía sacar a imitación de San Francisco Solano, con la que cruelmente se azotaba en el Púlpito, más de ordinario sacaba una grande piedra, que solía tener prevenida en el Púlpito; y al concluir el Sermón, con el acto de Contricción, enarbolaba la Imagen de Cristo Crucificado, con la mano izquierda, y cogía con la otra el canto o piedra, con la que se daba en el pecho todo el tiempo del acto de Contricción tan crueles golpes, que muchos del auditorio recelaban no se rompiese el pecho, y se cayese muerto en el Púlpito. Usaba también para más mover al auditorio, principalmente en los Sermones de Infierno, o de la eternidad, de otra inventiva bien pesada, lastimosa y peligrosa para lastimar el pecho: y era que solía sacar una hacha de cuatro pabillos encendida, a fin de que los oyentes viesen la alma en pecado o condenada, y concluía abriéndose el pecho (que para el efecto tenía el hábito y túnica abiertos por delante) y a raíz de la carne apagaba la grande llama del hachón, deshaciéndose la gente en lágrimas, unos de dolor de sus pecados, y otros de compasión del fervoroso Predicador, juzgando que sin duda habría lastimado su pecho.

Pero bajaba el celoso Padre del Púlpito sin la menor novedad, y como si tal acción hubiera hecho, y jamás manifestó si había quedado lastimado, aunque era natural así sucediese, y que quedase el pecho herido y quemado, de cuyas resultas le quedaría lo que parecía cargazón en el pecho, de que sólo sentía alivio descargando y deponiendo algunas flemas. Una de las ocasiones en que se sintió más malo fue cuando llegaron los dos Misioneros dichos a la Misión de Monterrey, los que recibió el Venerable Prelado con estrecho abrazo de amoroso Padre, alegrándose mucho de su llegada; pero sintiendo al mismo tiempo el que no hubiese venido mayor número para poder verificar las fundaciones de la Canal. Dio a Dios las debidas gracias conformándose con su santa voluntad, repitiéndole sus súplicas para que enviase Operarios para la Canal. En cuanto tuvo quien pudiese suplir su ausencia determinó dejar en su Misión uno de los que acababan de llegar, que fue el P. Fr. Diego Noboa de la Provincia de Santiago de Galicia, y con él otro de la misma Provincia llamado el Padre Fr. Juan Riobó, bajar para San Diego, éste para suplir en cualquiera necesidad de las Misiones del Sur, y S. R. para hacer la última Visita a aquellas Misiones, y confirmar los Neófitos de ellas. Dilatóse la salida del Barco hasta agosto, y en esta detención se le agravó el accidente del pecho, de modo que todos juzgamos no estaba en disposición de embarcarse, y mucho menos para poder volver por tierra con tan dilatado camino.

Lo mismo juzgaba el V. P. Presidente, pues el día que se embarcaba me escribió la despedida encargándome los asuntos particulares del oficio, y concluía su Carta con mucha gracia y resignación: Todo esto digo, porque mi vuelta puede ser era Carta, pues tan agravado me hallo: encomiéndeme a Dios. No obstante de hallarse tan malo, el celoso y fervoroso incendio que residía en su corazón le hacía posponer su salud y vida por la caridad del Prójimo, no dándole lugar a privarlos de los bienes espirituales del Santo Sacramento de la Confirmación; y como veía que sólo hasta julio del siguiente año, que se cumplía el decenio de la Concesión, duraba esta extraordinaria facultad, no quiso omitir el hacer la diligencia de su parte, para que lograsen este bien espiritual, esperando en que Dios nuestro Señor, por quien emprendía este viaje, le asistiría. Con esta confianza se embarcó con el Padre arriba expresado, y sin la menor novedad desembarcó por el mes de septiembre en San Diego. Aunque no llegó mejor de sus males; pero sí muy alentado en el fervor y espíritu, de modo que luego trató con los Padres de la disposición de los Neófitos para confirmarlos; así lo practicó, y dejándolos a todos con este bien espiritual, emprendió el camino por tierra de ciento setenta leguas hasta Monterrey, haciendo su mansión en cada Misión, procurando no dejar Cristiano alguno sin confirmar, por ser la última Visita con la dicha facultad. En la Misión de San Gabriel, según me escribieron los Ministros, se vio apurado del accidente del pecho, que pensaban que allí se moría; pero no por esto dejaba de rezar, decir Misa, y confirmar, y era ya con tanta fatiga que los Indios chicos le ayudaban a la Misa, decían a sus Padres Ministros con mucha pena y dolor, que expresaban con lágrimas: Padres, ya el Padre, viejo (así lo llamaban) se quiere morir; con lo que se enternecían los Padres, y se les oprimía el corazón, y más cuando tuvo a todos los Neófitos confirmados, trató de ponerse en camino para la siguiente Misión de San Buenaventura, recelosos no muriese en el camino, que es de más de treinta leguas, sin más población que Gentilidad.

Pero diole Dios fuerzas para llegar a su querida Misión de San Buenaventura (la última que había fundado el año anterior) y viendo ya en ella su competente número de Cristianos, que el año antecedente había visto Gentiles, no cabía de alegría dando muchas gracias a Dios; los que confirmó con extraordinario gozo y júbilo de su corazón, que al parecer le alivió sus males, pues salió de ella ya muy aliviado de la sofocación del pecho, y siguió su camino con el mismo alivio. Cruzó por los Pueblos de Gentiles de las veinte leguas de la Costa de la Canal de Santa Bárbara, que no bajan de veinte Pueblos bien formados y poblados de mucho gentío, y en cada uno de ellos se le derretía el corazón por los ojos, ya que no podía regar aquella tierra con su sangre para lograr su reducción, porque no estaba en su mano, procuró regarla con lágrimas, nacidas de sus fervorosos deseos, que le hacían prorrumpir con el Rogate Dominum mesis, ut mittat operarios in messem suam: (Math. 9. Vers. 38) y la carencia de éstos es de creer que le acortó la vida, según las vivas ansias que tenía de la conversión de los Gentiles, pues desde que recibió la noticia de no venir Misioneros para las Misiones de la Canal, se le oprimió el corazón, ofreciéndolo a Dios nuestro Señor con sus deseos de la propagación de la Fe. Saliendo de la Canal siguió su camino, cruzando por las dos Misiones de San Luis y San Antonio, en las que se detuvo a confirmar a los Neófitos recién bautizados; y colmado de méritos llegó a su Misión de San Carlos por enero de 1784, con más fuerzas y salud que cuando por agosto se embarcó, dejando a todos admirados y llenos de gozo viéndolo otra vez en su Misión cuando pensaban no volverlo a ver. La llegada a su Misión no fue para dar descanso a su cuerpo tan fatigado de los caminos sobre la avanzada edad de 70 años ya cumplidos, sino para aplicarse con más fervor al culto de su Viña, catequizando a Gentiles, bautizando y confirmándolos, y en los demás ejercicios en que ordinariamente se empleaba, teniendo para ello distribuido el tiempo. Celebró la Cuaresma y Semana Santa con su acostumbrada devoción y ejercicios; y después de Pascua, y haber concluido con los que habían de confesar y comulgar para el cumplimiento de la Iglesia, trató de venir a estas Misiones del Norte a hacer la última Visita.

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