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Desarrollo


De las señales y planetas que hubo en el cielo de Nueva-España antes que en ella entrásemos, y pronósticos de declaración que los indios mexicanos hicieron, diciendo sobre ellos; y de una señal que hubo en el cielo, y otras cosas que son de traer a la memoria Dijeron los indios mexicanos, que poco tiempo había, antes que viniésemos a Nueva-España, que vieron una señal en el cielo, que era como entre verde y colorado y redonda como rueda de carreta y que junto a la señal venía otra raya y camino de hacia donde sale el sol y se venía a juntar con la raya colorada; y Montezuma, gran cacique de México, mandó llamar a sus papas y adivinos, para que mirasen aquella cosa y señal, nunca entre ellos vista ni oída, que tal hubiese, y según pareció, los papas lo comunicaron con el ídolo Huichilobos, y la respuesta que dio, fue que tendrían muchas guerras y pestilencias, y que habría sacrificación de sangre humana. Y como vinimos en aquel tiempo con Cortés y dende a diez meses, vino Narváez y trajo un negro lleno de viruelas, el cual las pegó a todos los indios que había en un pueblo que se decía Cempoal, y desde aquel pueblo cundió en toda Nueva-España y hubo grande pestilencia. Y además de esto las guerras que nos dieron en México cuando fuimos al socorro de Pedro de Alvarado, que de mil y trescientos soldados que en ella entramos, mataron y sacrificaron ochocientos y cincuenta; por manera que los que lo dijeron, salieron ciertos en los de las señales.

Nosotros nunca las vimos, sino por dicho de mexicanos lo pongo aquí, porque así lo tienen en sus pinturas, las cuales hallamos verdaderas. Lo que yo vi y todos cuantos quisieron ver, en el año del veinte y siete, estaba una señal del cielo de noche a manera de espada larga, como entre la provincia de Pánuco y la ciudad de Tezcuco, y no se mudaba del cielo, a una parte ni a otra, en más de veinte días: y dijeron los papas e indios mexicanos que era señal que habría pestilencia, y dende a pocos días hubo sarampión y otra enfermedad, como lepra que hedía muy mal, de lo cual murió mucha gente, pero no tanto como de la viruela. También quiero decir cómo en la villa de Guazacualco en el año veinte y ocho, llovió una aguacero de terrones, y no eran de la manera que otras veces suele llover, y en cayendo en el suelo, aquello que parecía agua, se congelaba en sapos, poco mayores que moscardones y se cuajó el suelo de ellos y luego comenzaron a saltar la vía del río que estaba cerca y sin ir unos la vía de otros, ni quebrar la vía derecha, se entraron en el río, y como eran muchos y la tierra calurosa, y hace muchos soles no pudieron llegar todos los sapos al río, y así quedaron muchos en el suelo, y aves carniceras y de rapiña comieron todos los más, y los que no llegaron dieron mal olor, y los mandamos limpiar para quitar la hedentina. Así mismo dijeron otras personas de fe y de creer, que en un pueblo cerca de la Veracruz, que se dice Cempoal, llovió en aquel instante muchos sapillos junto a un ingenio de azúcar, que había en aquella sazón en Cempoal que era del contador Albornoz.

Y como esto de llover de los sapos, parece que no son cosas que todos los hombres las ven con los ojos, estuve por no escribirlas, porque como dicen los sabios: que cosas de admiración que no se cuenten; y leyendo esta relación un caballero, vecino de esta ciudad, persona de calidad que se dice Juan de Guzmán, dijo que es verdad, que vinieron él y otro hidalgo Por la provincia del Yucatán que llovió tantos sapos que en los capotes que llevaban de camino, del agua que cayó en ellos, se congeló gran cantidad de sapos pequeños, y que los sacudieron. Y así mismo dijo otro vecino de Guatemala, que se llama Cosme Román, que en la Ciudad Vieja llovió sapillos y era en el tiempo que dijo Guzmán. Volvamos a una gran tormenta y tempestad que acaeció en Guatemala y es que en el año mil y quinientos y cuarenta y uno, por el mes de septiembre, llovió tanta agua, tres días con sus dos noches, que se hinchó una boca de un volcán que estaba obra de una legua de la ciudad de Guatemala y reventó por un lado de la abertura del volcán y, del gran ímpetu del agua, trajo muchas piedras y árboles, de tal manera que si no lo hubiera visto, no lo pudiera creer, porque dos yuntas de bueyes, no las podrían arrancar, las cuales piedras están hoy día por señal; y además de ella, los árboles con sus raíces muy grandes, y muchos maderos y piedras chicas; el agua era a manera de lama y cieno cuajado, y hubo tan gran viento que hacía alzar olas al agua, puesto que era como lama, y con esta agua, grandísimo ruido, no se oían unos a otros vecinos, ni padres a hijos no se podían valer.

Y esta tormenta fue en sábado en la noche a obra de las diez, en once de septiembre del año ya por mí dicho. Y toda aquella tempestad, de piedras, maderos, agua y cieno, vino por mitad de lo poblado de Guatemala y llevó y derribó todas las casas que halló, por fuertes y recias que eran, y murieron en ellas muchos hombres, mujeres y niños, y se perdieron cuantas alhajas y hacienda tenían los vecinos; y otras muchas casas que estaban en parte, que la tormenta no las llevó, quedaron llenas hasta las ventanas de lama, lodo y piedras, atravesando muchos árboles; y en aquella sazón, que esto pasaba, se recogió a rezar en un oratorio, una ilustre señora que se decía doña Beatriz de la Cueva, mujer del adelantado, don Pedro de Alvarado, y tenía consigo algunas damas y doncellas que había traído de Castilla para las casar; y estando rezando y rogando a Dios que las guardase de la tempestad, cuando no se cató vino el agua y cieno con tanto sonido y recio que la derribó, la casa y oratorio, y las ahogó y llevó el agua; que no se escaparon sino una señora que se dice doña Leonor de Alvarado, hija del adelantado, la cual hallaron entre unos árboles y piedras grandes y desde que la conocieron sus criados la sacaron medio muerta y sin sentido; y ahora en esta sazón está casada con un caballero, que se dice don Francisco de la Cueva que es primo del duque de Alburquerque, y tiene hijos varones muy buenos caballeros e hijas doncellas muy generosas para casar, y también escaparon otras dos señoras de las que no recuerdo sus nombres.

Volveré a tratar de esta materia que después día claro, muchas personas dijeron que cuando andaba la tormenta, que oyeron silbos, y voces y aullidos muy espantables, y decían que venían envueltos con las piedras muchos demonios, que de otra manera que era cosa imposible venir tantas piedras y árboles sobre sí, y que andaba en las olas una vaca con un cuerno y dos bultos de hombres como negros de malas caras y gestos y que decían a grandes voces: Dejadlo, dejadlo, que todo ha de perecer y acabar. Y cuando salían los vecinos a las puertas o se asomaban a las ventanas a ver que cosa era, tomaban en sí gran pavor y si porfiaban de salir de una calle a otra para se guarecer, los padres a los hijos, y los maridos a sus mujeres, los arrebataba la ola de agua y del cieno y los llevaba hasta el río que estaba muy cerca. Y además de estos desastres hizo otros peores males a los indios que estaban poblados y vivían más arriba, en aquel pasaje donde venían las piedras y maderas, agua y cieno, y a todos los ahogó. Dios perdónelos así a unos como a los otros, Fama fue que aquella señora, ya por mí nombrada otras veces, que allí se ahogó, que pocos días habían le habían traído nuevas de que el adelantado, su marido, le habían muerto, en socorro que fue a hacer en los soldados de Nochitlán, españoles, según más largamente lo he recontado y está escrito, y como le trajeron tan tristes nuevas, ella se mesó los cabellos y lloró mucho y se rasguñó su cara y por más sentimiento mandó que todas las paredes de su casa se parasen negras con una tinta y betún negro; y después de hechas las, honras por su querido marido, pareció que echaba menos cada día más al adelantado su marido, y daba gritos y voces y hacía muchos sentimientos y no quería comer, ni recibir consolación; y como se suele usar consolar a los tristes y viudas, iban a verla muchos caballeros de esta ciudad y la decían palabras con que se consolase y no tuviese tanta pena, pues Dios fue servido de llevarse aquel caballero: y que hiciese bien por su alma, y diese gracias a Dios por ello, y la decían otras palabras de consuelo que en tales cosas se suelen decir; y dicen que respondió, que daba gracias a Dios por ello, pero que no tenía otro consuelo en este mundo, en que Dios nuestro señor la pudiese hacer más daño de lo hecho en llevarle a su marido; y dijeron muchas personas que si fueran dichas aquellas palabras de todo corazón, que fueron muy malas y que Dios nuestro señor, no se pagó de ellas y que fue servido por aquella blasfemia, la tempestad viniese y que feneciese en ella con sus doncellas, y que muriesen, así vecinos, mujeres y niños e indios e indias, y casas y haciendas y que todo se perdiese.

Secretos son de Dios, por todo lo que es servido de hacer y le hemos de dar gracias y loores y con corazones contritos suplicarle, nos perdone nuestros pecados. Después que he estado en Guatemala, he oído decir que nunca aquella señora dijo tan malas palabras, sino que tan solamente que deseaba morirse con su marido; y lo demás que se lo levantaron. Y volviendo a decir de las piedras que trajo la avenida, son tan grandes, que cuando vienen a esta ciudad forasteros, las van a ver y quedan espantados. Después de aquella desdicha pasó de la tormenta, los vecinos que escaparon de ella buscaron los cuerpos de los muertos y los enterraron y no osaron vivir en la ciudad: porque muchos de ellos y casi todos se fueron a estar a sus estancias, y otros hicieron ranchos Y chozas en el campo, hasta que se acordó por todos los vecinos que se poblase esta ciudad donde ahora está, que solía ser labranza de maizales. Y cierto no fue buen acuerdo tomar tan mal asiento, porque mejor estuviera en Petapa y más convenientes para todos los vecinos mercaderes, o en los llanos de Chimaltenango; y si miramos bien en ello, en esta ciudad desde que aquí se asentó, nunca faltan trabajos de venir el río crecido o temblores. Y dejando esto del mal asiento, quiero traer a la memoria lo que se acordó y ordenó en esta ciudad por el obispo pasado, de buena memoria, y otros caballeros, que se hiciese una procesión cada año a once de septiembre y que saliese de la iglesia mayor y fuese de madrugada a la Ciudad Vieja, y llevase todas las cruces y dignidades y clérigos y religiosos todos con gran contrición, cantando las letanías y otras santas oraciones, y todos los demás rezando y demandando a Dios misericordia, para que nos perdone nuestros pecados y los de los que murieron en aquella tormenta, hasta llegar con la procesión a la Iglesia que solía ser en la Ciudad Vieja, y la tienen bien adornada y enramada, y paños de tapicería, y aderezados los altares y allí dicen misa los sacerdotes y religiosos y desde que acaban de decir las misas, dicen sus responsos por los difuntos que allí están enterrados y ponen en las sepulturas de personas insignes algunas tumbas con hachas de cera encendidas; y ofreciendo pan y vino y carneros y en otras de lo que pueden, según la calidad de los difuntos que allí están enterrados y todas las más veces hay sermones y el obispo, ya otra vez por mí nombrado, iba con la procesión, el cual murió, y en su testamento dejó cierta renta para que se pagase a los sacerdotes, las misas que dijesen: remítome al testamento.

Y después que se ha dicho misa y oído sermón, muchos vecinos de esta ciudad y Caballeros y señoras tienen allá sus ollas, meriendas y comidas suntuosas, según que se usa en Castilla, y se van a holgar a algunas huertas y jardines o en el campo, o como cuando tenemos una procesión fuera de la ciudad o promesa o advocación e santos, se tiene por costumbre en Castilla, llevar el almuerzo. Esto que aquí he dicho y relatado, yo no me hallé en ello, mas dígolo porque entre los papeles y memorias que dejó el buen obispo don Francisco Marroquín, estaban escritos los temblores, cómo y cuándo y de qué manera pasó, según aquí va declarado, y lo demás me dijeron personas de fe y de creer, que se hallaron presentes en la avenida, porque en aquel tiempo estaba en Chiapas; y después de esto pasado, han corrido otros tiempos, que dicen los curas y dignidades de esta santa Iglesia de Guatemala, que no dejó renta el obispo don Francisco Marroquín, de buena memoria, para hacer la procesión que se solía hacer, y así está ya todo olvidado de tantos años a esta parte ya pasados.

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