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Datos principales


Tipo

Arma

Categoría

Terrestre

País relacionado

Roma

Desarrollo


En las regiones que circundan el Mediterráneo, muchos ejércitos antiguos -más o menos regulares, como el romano, o irregulares, como los iberos o galos-, sintieron la necesidad de disponer de un tipo de lanza arrojadiza no demasiado pesada que alcanzara sin problemas los treinta metros, y que a la vez tuviera la capacidad perforante suficiente para atravesar a esa distancia escudos y, en su caso, corazas. Arrojadas en salvas, esas lanzas podrían con suerte desorganizar una formación enemiga y colocarla en desventaja en el combate cuerpo a cuerpo que se producía inmediatamente después, empleando una segunda lanza no arrojadiza o una espada. Un arma de astil de este tipo debía tener una notable capacidad de penetración, lo que exigía dos condiciones a la vez: una punta de sección pequeña, pero con peso y densidad suficientes para permitir atravesar limpiamente un escudo y llegar al cuerpo del oponente. En principio, se trataba de dos necesidades contradictorias, porque una punta estrecha y pequeña (de mayor capacidad perforante) pesaría poco (lo que disminuiría esa misma capacidad). La solución adoptada por los romanos fue el pilum (hyssos en griego) y el gaesum por los galos, tipos ambos formados por una larga pieza metálica de punta pequeña, unida a un corto astil de madera. Aunque los antiguos iberos y celtíberos conocieron y emplearon un tipo de lanza arrojadiza muy parecida al pilum (la falarica), lo cierto es que entre ellos alcanzó mucha mayor popularidad una solución que llevaba a su conclusión lógica extrema la necesaria combinación de los dos requisitos, y que produjo un tipo especial de lanza muy elegante en su aparente simplicidad: el soliferreum o saunion olosideron.

El soliferreum es una lanza toda ella forjada en una sola pieza de hierro, con una longitud media de en torno a los dos metros (aunque las hay mucho mayores, de hasta 223 cm). Tiene una punta muy corta, que puede adoptar varias formas: a veces se trata simplemente de un extremo aguzado del astil, pero es más frecuente que tenga dos pequeñas aletas. En los casos más elaborados, estas aletas tienen una o varias "barbas" o ganchos, diseñadas para que fuera mucho más difícil extraer la punta de la herida, provocando desgarros. El astil férreo es de sección circular, más grueso en el centro y adelgazado en los extremos. Sin embargo, para facilitar el agarre, la parte central a menudo se engrosa bastante y aparece forjada en forma facetada, e incluso tiene unas molduras separadas unos diez centímetros, para que la mano no resbale con el sudor. En conjunto, pues, el soliferreum puede llegar a ser un arma bastante elaborada, de fabricación compleja, pues no debía ser fácil conseguir una calidad metalúrgica homogénea en una delgada y muy larga barra de metal. No se han realizado muchos estudios tecnológicos sobre las armas ibéricas de hierro, pero un análisis metalográfico y radiológico practicado sobre un arma del tipo que nos ocupa ha permitido mostrar que se trata de un acero suave recocido, no muy duro pero bastante dúctil, aunque faltan más análisis que confirmen o desmientan la posible existencia de una fabricación en dos fases que resultara en una capa exterior más resistente a la corrosión y un núcleo de hierro con bajo contenido en carbono.

En todo caso, es un hecho que los soliferrea mejor conservados eran extremadamente flexibles, puesto que algunos de los hallados en 1867 en el yacimiento cordobés de Almedinilla, y que originalmente habían sido depositados en las tumbas doblados en varios pliegues, fueron enderezados en época moderna sin fracturarse, y todavía se exhiben así. Debieron ser extremadamente efectivos como armas arrojadizas pesadas, porque el peso y la densidad del material del astil dotarían de gran capacidad perforante a la estrecha punta, mientras que el astil penetraría sin rozamiento por el orificio abierto por aquella, al ser más estrecho aún (en torno a un centímetro de diámetro); esto permitiría atravesar un escudo sin apenas pérdida de impulso. Los datos disponibles hoy por hoy indican que el soliferreum apareció en la zona de Aquitania y Languedoc, justo al norte de los Pirineos, hacia el s. VI a.C., y que desde allí se extendió por la Península Ibérica, tanto por las zonas meseteñas, "célticas", como hacia Levante y Andalucía, "ibéricos". Fue en la Península donde este tipo alcanzó más éxito, pues por los datos arqueológicos y las fuentes literarias sabemos que seguía en uso a la llegada de los romanos hacia fines del s. III a.C., coexistiendo con la falarica o pilum ibérico. Es uno de los tipos citados específicamente por más autores, como Diodoro Sículo, Tito Livio o Plutarco. Incluso Apiano nos cuenta que todavía durante las Guerras Civiles romanas, en el año 38 a.

C., el general Menécrates, partidario de S. Pompeyo, fue herido en el muslo por un soliferreum ibérico de punta barbada. Pese a su peculiaridad, este tipo de lanza toda de hierro no es un caso único en la historia de las armas. Así, sabemos que los rajput de la India empleaban en el s. XIX el sang, un tipo de lanza muy similar, toda de hierro, que lógicamente no guarda relación alguna con el arma ibérica. Se trata de un caso de convergencia, provocado por la necesidad de resolver unos problemas similares. En conjunto, el soliferreum era pues funcionalmente muy similar al pilum, pero con una notable diferencia: al ser por completo de hierro, debía ser más costoso y complicado de forjar; a la vez, era menos elaborado en un sentido diferente, pues los romanos diseñaron un sistema de unión de la larga punta metálica al astil de madera mediante remaches que inutilizaban el arma al impactar con un blanco sólido, lo que impedía que fuera "devuelto". El soliferreum, en cambio, no se doblaría con tanta facilidad en combate. Un dato interesante es que la mayoría de los soliferrea hallados formando parte de ajuares funerarios aparecen doblados en varios pliegues, a veces incluso con una intención "estética", pues se plegaron en forma de lazo simétrico. Algunos autores han querido ver una razón banal en esta práctica: el arma se doblaría para poder meterla sin problemas en la fosa. Sin embargo, hoy parece fuera de duda que se trata de un rito de inutilización, extendido a casi todos los tipos de armas, y por tanto de significado mucho más profundo. El arma era, por un lado, un objeto asociado indisolublemente al guerrero muerto, que debía perecer con él; por otro, es probable que existiera entre los iberos la idea de que, al igual que el cadáver era destruido por la cremación, el objeto había de ser doblado, golpeado y quemado, para que, mediante un fenómeno de inversión simbólica bien documentado en fuentes literarias grecolatinas, resurgiera intacto y utilizable en el Más Allá, como cuentan Herodoto o Luciano.

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