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Datos principales


Desarrollo


Capítulo XXXVIII Que trata de cómo estando el general en la provincia de los pormocaes dieron los indios en la ciudad y de la victoria que hubieron Traía Michimalongo con su gente tanto secreto en el caminar como hombres que iban a casa ajena a hurtar, y por no ser sentidos ni vistos, mataban a todos los yanaconas e indias de servicio que hallaban. Y sin ser sentidos se allegó a la ciudad muy junto. Dios nuestro Señor y benigno padre, que siempre de sus hijos tiene cuidado, fue servido socorrer sus solos y pelegrinos cristianos e inspiro y alumbró en un principal, amigo de los cristianos, indio que le servían. Y no le daban por este respeto parte de estos negocios ninguno de los otros caciques. Antes le querían mal porque era amigo de los cristianos. Díjole al teniente cómo sabía que en aquel momento había llegado Michimalongo con diez mil indios, y que estaba muy cerca de la ciudad, y que lo sabía por un indio suyo que se había huido del real de Michimalongo, y que venían repartidos en cuatro partes y que habían de dar en la ciudad. Luego que el teniente supo la nueva, mandó apercebir su gente y cabalgar los de a caballo. Repartiólos en cuatro cuadrillas, cada una de treinta y dos de a caballo. Dio a Francisco de Villagran, la otra a Francisco de Aguilar y la otra dio a Juan de Avalos, otra tomó para si, dándoles aviso a cada cuadrilla acudiese a su cuadrillero y que cada cuadrillero acudiese a la plaza si fuese menester. Escuadra eran veinte y dos hombres de a pie, había entre ellos algunos arcabuces y ballestas.

A éstos de a pie mandó el teniente que guardasen a los caciques que estaban presos. Mandó echar las velas acostumbradas y rondar por de fuera de la ciudad, en domingo once de septiembre del año de mil y quinientos y cuarenta. Allegados los indios de guerra a la ciudad, visto que eran sentidos de las centinelas, dieron un alarido muy grande como ellos lo tienen por costumbre. Acometieron al cuarto del alba con toda su furia, echando fuego que traían escondido en ollas, y como las casas eran de madera y paja y la cerca de los solares de carrizos, ardía muy de veras la ciudad por todas cuatro partes. Luego los de a caballo salieron por sus partes con gran ímpetu y alanceaban con todo ánimo por vender bien sus vidas y defender bien sus casas y hacer lo que debían. Como era de mañana antes del día, a la luz de la lumbre que ardía, detrás de los cestos flechaban los indios a los cristianos a su salvo, y los españoles alanceaban a los indios que fuera de los cestos estaban, tantos en cantidad, que apenas podían los de a caballo romper en ellos. Y si guerra le hacían los indios, grande se la hacía el humo, y ellos la sufrieron y pasaron hasta que el día vino. Y a esta hora allegaron otros indios de refresco. Ya que la luz dio lugar a que mejor se aprovechasen los españoles, con ayuda del cielo comenzaron más de veras la guazábara o batalla, tan reñida que era cosa admirable. Los españoles, por defender tan justa causa, peleaban como lo suele hacer en las necesidades, y los indios prosiguiendo su determinación peleaban como aquellos que defendían su patria.

Que con pasar doce de a caballo por entre ellos de tal manera que siempre dejaban indios muertos. En esta sazón supo el teniente que venían indios de refresco y que acometieron por todas partes, y entre ellos venía un capitán con mil indios que acometiesen a la casa donde estaban los caciques presos, que era la del general, y le pusieron fuego, y puesto por fuerza de armas sacasen de la prisión al cacique Quilicanta y los demás caciques. Y como hallaron gente que se lo defendían, tardaron hasta que el teniente lo supo, que vino a socorrer aquel lugar más peligroso. Cuando allegó al patio, vio que estaban en gran priesa los veinte y dos cristianos con los indios por defenderles la casa y cacique. Acudía más gente de refresco que se henchía el patio, que era grande. Y como vido arder la casa, apeóse con toda furia, peleando rompió de presto, temiendo que el fuego no le daría lugar a entrar a matar los caciques que estaban presos, haciendo la cuenta cierta que si mataba a los caciques, era deshecha la guerra. Y cuando allegó a la puerta de la casa, salió una dueña que en casa del general estaba, que con él había venido sirviéndole del Pirú, llamada Inés Suares, natural de Málaga. Como sabía, reconociendo lo que cualquier buen capitán podía reconocer, echó mano a una espada e dio de estocadas a los dichos caciques, temiendo el daño que se recrecía si aquellos caciques se soltaban. A la hora que él entraba, salió esta dueña honrada con la espada ensangrentada, diciendo a los indios: "Afuera, auncaes --que quiere decir, traidores--, que ya yo os he muerto a vuestros señores y caciques", diciéndoles que lo mismo harían a ellos y mostrándoles la espada.

Y los indios no le osaban tirar flecha ninguna, porque les había mandado Michimalongo la tomasen viva y se la llevasen. Y como les decía que había muerto a los caciques, oído por ellos y viendo que su trabajo era en vano, volvieron las espaldas y echaron a huir los que combatían la casa. Y el fuego ardía por todas partes. Y como los indios andaban dentro de la ciudad, peleaban con los españoles y aquel campo estaba más seguro. Llegó el teniente a esta dueña e indias de su servicio que con ella estaban en aquella casa recogidos, púsolas todas en un sitio bueno con los veinte y dos españoles, y dejando el teniente a recaudo esta gente, fue a socorrer a la cuadrilla que más necesidad tenía, y halló que los indios les habían ganado ciertas casas y de allí le ofendían malamente. Y cuando los indios mataban un caballo daban muy gran alarido dando a entender que se animasen, que ya tenían uno menos de sus enemigos. Mandó luego el teniente llevar los malheridos a donde aquella dueña estaba, y ella los curaba y animaba. Ya la ciudad en esta sazón estaba casi ardida. Recorriendo el teniente los cuadrilleros y a la parte que más necesidad había como buen capitán, acometían tan recio que parecía que entonces comenzaban matando e hiriendo. Era cosa admirable de ver. Y dos horas antes que el sol se pusiese apretaron los españoles de tal suerte con los indios que aunque estaban cansados e muchos de ellos malheridos, los indios no osaban salir de la ciudad por temor de los caballos, a causa de ser las salidas de la ciudad llanas e los montes para acogerse lejos.

Mas en fin, no pudiendo sufrir a los cristianos, determinaron de salir de la ciudad y aun tenían por bien dejarla. E como era campo ancho y largo, los de a caballo, aunque cansados, no dejaban de alcanzar algunos. Prendiéronse muchos. E preguntándoles que por qué huían tan temerosos, respondían: porque un viracocha viejo en un caballo blanco vestido de plata con una espada en la mano los atemorizaba, y que por miedo de este cristiano huyeron. Entendido los españoles tan gran milagro, dieron muchas gracias a nuestro Señor y al bienaventurado apóstol señor Santiago, patrón y luz de España. En esta batalla murieron ochocientos indios y los indios mataron dos españoles y catorce caballos.

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