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Datos principales


Desarrollo


CAPÍTULO XXIII Puerto de Cilam. --Hospitalidad. --Almuerzo. --Paseo por la costa. --Flamencos. --Excursión de caza a Punta Arenas. --Camino salvaje. --Tomamos posesión de una choza. --Gran variedad y muchedumbre inmensa de gallinolas. --Atolladero. --Flamencos y rabihorcados. --Aventura grotesca. --Disecación de pájaros. --Vuelta al puerto. --El cuartel. --Una catástrofe. --Partida. --Pueblo de Cilam. --Montículo gigantesco. --Vista desde su parte superior. --Otro montículo. --Relatos de Herrera y Cogolludo. --La tumba de Lafitte. --Hospitalidad de los Padres. --Partida de Cilam. --Temax. --Iglesia y convento. --Izamal. --Fiesta de la Santa Cruz. --Aspecto de la ciudad. --Montículos. --Adornos colosales en estuco. --Cabeza gigantesca. --Montículo estupendo. --Cámaras interiores. --Iglesia y convento fabricados sobre un montículo antiguo. --Leyenda. --Baile Al amanecer el siguiente día salimos del fondo de la canoa, y nos encontramos fondeados en el puerto de Cilam, que consiste en unas pocas chozas fabricadas alrededor de un cuadro arenoso en una baja y árida costa. Arrojamos a las olas parte de nuestro destrozado equipaje, y nos dirigimos a tierra. Tres semanas hacía que nos habíamos embarcado; nuestro viaje de la costa fue más interesante de lo que esperábamos; y sin embargo nada hubo más agradable para nosotros que su término. Nos considerábamos muy felices en escapar de las molestias y confinamiento de la canoa. El patrón salió a buscarnos posada, y yo le seguí con uno de los marineros llevando parte de la carga.

Un hombre que en aquel momento abría la puerta de una especie de bodega me invitó, ofreciéndome aquella pieza para nuestro alojamiento: habiéndola examinado, no vacilé en aceptarla. Ese hombre jamás había oído hablar de nosotros, ni nosotros de él, y probablemente ni él ni nosotros volveremos a tener jamás noticias recíprocas: era otro ejemplo del buen tratamiento universal que encontramos en todo el país. Cilam es el puerto de Izamal, de donde dista once leguas. Conforme a nuestro itinerario, Dimas debía juntársenos allí con los caballos; pero ni había llegado, ni se sabía nada de él en el puerto. Supimos, sin embargo, que era imposible proporcionarse yerba fresca para las bestias en aquel punto; especie que llegaría a oídos de Dimas en el pueblo inmediato, distante de allí unas tres leguas, obligándole por eso a detenerse. A pesar de todo, no estábamos tranquilos, porque el cabo había tenido que hacer un viaje de doscientas cincuenta millas, y por lo mismo nuestro primer cuidado fue despachar a Albino a tomar lenguas. Después de eso, teníamos que atentar la empresa de procurarnos un almuerzo y tomar providencias para la comida, que estábamos determinados a que fuese de lo mejor que el país proporcionaba, y consistía en pescado y gallina: cada artículo debía comprarse separadamente, y enviarse con su respectiva porción de manteca a que fuese cocinado en diferentes casas. Mientras se hacían estos preparativos, dimos un paseo por la costa.

Hacia la extremidad de un banco de arena había una punta saliente, sobre una línea que vista desde el agua me había parecido una nube de brillo singular y al mismo tiempo de una notable delicadeza de colorido. Al acercarme, observé que aquella nube era un peñasco cubierto de flamencos. A mi regreso di cuenta al Dr. Cabot de mi descubrimiento; y mientras estaba yo hablando, dionos el huésped un tan vivo relato de los flamencos, garzas rojas, chocolateras y otras aves marinas que había en Punta Arena, distante de allí como dos leguas, que se me exaltó la imaginación con la idea de tan espléndidas nubes de aquel bello plumaje. El Dr. Cabot estaba ansioso de estrechar más y más sus conocimientos con aquellas aves, y en tal virtud resolvimos marchar allí aquella misma tarde, si llegaban los caballos, y, después de unas pocas horas empleadas en la cacería, dar alcance a Mr. Catherwood en Izamal el siguiente día oportunamente llegó Dimas con los caballos en buen estado; y como él había estado descansando algunos días, tomámosle juntamente con un indio que nos facilitó el huésped, y a las cuatro de tarde nos pusimos en marcha. Por espacio de una legua anduvimos por la orilla del mar; pero el camino fue haciéndose muy difícil con las puntas de las rocas y los manglares que interceptaban el paso con la espesura y densidad de su follaje, y con lo erizado de sus raíces, que oponían una verdadera muralla; en algunos sitios era absolutamente difícil pasar a caballo: de cuando en cuando volvíamos a salir sobre una playa áspera y pedregosa, y en la inteligencia de que habíamos salido a dar un corto paseo, vinimos a encontrarnos imprevistamente en uno de los caminos más agrestes y rudos que jamás hubiésemos encontrado en el país.

Al anochecer, llegamos a una cabaña situada en una posición bella y pintoresca en el fondo de una pequeña bahía, con un frágil puente de dos pies de ancho, que se extendía a corta distancia de la costa, y una canoa flotante en una extremidad. La choza consistía en dos departamentos, puestos en contacto por una enramada cubierta, desocupada a la sazón y clamando al parecer por habitantes. Una sarta de pescados pendía de una de las vigas, y en el suelo se veían unos cuantos tizones apagados. Colgamos nuestras hamacas, encendimos un buen fuego, y, cuando el dueño de la choza llegó, ya le teníamos lista una taza de chocolate y procuramos hacerle sentir que estaba en su propia casa; pero éste no era negocio muy fácil: el tal individuo era un muchacho como de 16 años, hijo del propietario que había salido aquel día para aprovecharse de lo poco que aún quedaba de la estación de la pesca. Por cierto que estaba muy lejos de esperarnos, y le causamos alguna sorpresa: jamás en su vida había visto un extranjero, y no se tranquilizó en manera alguna porque le hubiésemos dicho que habíamos ido allí a cazar flamencos y chocolateras. El indio que nos guiaba, que por cierto no comprendía mejor lo que nos había movido a verificar aquella excursión, dio al mozo algunas explicaciones sobre nuestro objeto; pero, no siéndole posible comprender a derechas el asunto de que se trataba, el muchacho se retiró a la otra división de la cabaña y nos dejó en plena posesión del resto.

Habíamos tomado nuestras precauciones para evitar una mala noche; pero, por desgracia, no había en aquel sitio agua ni ramón para los caballos. A fuerza de súplicas conseguimos de nuestro joven huésped que nos cediese una parte del poco maíz que allí tenía para hacer sus tortillas; pero los animales pasaron la noche sin agua, por no haber quien se la proporcionase en aquella hora. Al alba del siguiente día escuchamos un terrible graznido de patos, que nos hizo saltar de las hamacas, y lanzarnos fuera de la habitación. Algo más allá de la extremidad o punta del pequeño estanque había un prolongado banco de arena, materialmente cubierto de una inmensa muchedumbre de estos pájaros. Nuestro huésped no podía acompañarnos, sin preparar primero sus redes de pesca, y Dimas tenía que llevar a los caballos para darles agua; pero, a pesar de eso, nos lanzamos a la canoa, acompañados del único indio que llevábamos. Al momento descubrimos que nuestro hombre no conocía mucho el terreno, ni el manejo de una canoa, siendo lo peor del caso, que no comprendíamos una sola palabra de lo que nos decía. Algo más abajo del sitio en que estábamos, la costa formaba una amplia bahía, proyectándose hacia nosotros la llamada "Punta de Arenas", cubierta de árboles hasta la lengua del agua, mientras que en la bahía aparecían algunos bajos de arena cubiertos de una tal muchedumbre de gallinolas y otras aves acuáticas, que casi excedían en su guarismo al poder de la imaginación, Al examinarlas de cerca, el Dr.

Cabot pudo enumerar rápidamente cinco especies de patos y ánades, siete de garzas de varios colores, dos de codornices reales, tres de agachadizas y pelícanos, y en pos de una multitud de otras especies de aves de todas denominaciones, llamadas en la ornitología del país cocos, alcatraces, rabihorcados, chocolateras, pigies, y otras de diferentes dimensiones que nos fue imposible clasificar, pero cuyo brillante plumaje y estrepitoso graznido formaban, al pasar nosotros a través de ellas, una animadísima e interesante escena, de poco provecho para una cacería, porque no habría sido más que hacer una matanza inútil y sin objeto. En una hora habríamos podido cargar nuestra canoa de pájaros, un par de los cuales se habría considerado como el resultado brillante de una buena cacería matutina; pero no habríamos sabido qué hacer de ellos, y por otra parte no había allí los que buscábamos: una sola manada de flamencos vimos, pero se encontraba fuera de nuestro alcance, y era en el momento en que nos habíamos sumido en el fango. Nuestro guía indio nos puso en horribles conflictos, y nos estuvo engañando hasta que llegamos al fondo de la bahía y entramos en el brazo de una especie de estero. imposibilitados de hablar con el indio, y suponiendo que nos encaminaba bien, seguimos subiendo el estero con harta lentitud, hasta que descubrimos haber salido ya de la región de los pájaros marinos; mas la escena era tan silenciosa, quieta y solemne, que nos era sensible tener que retroceder, y por otra parte en ambas riberas de la ría se veía al blanco plumaje de las gaviotas y pelícanos modificar el verde follaje de los árboles, y a la garza que como estatua en el agua cejaba un tanto su prolongado cuello para contemplarnos.

No había tiempo, sin embargo, para admirar detenidamente esta escena, y fue preciso retroceder. Cerca de la boca del estero, una manada de chocolateras levantó el vuelo pasando por nuestras cabezas y también fuera de nuestro alcance; pero, habiendo visto el sitio en que se detuvieron, nos dirigimos hacia aquel rumbo hasta que nos detuvo un banco de lodo espeso, por lo cual nos echamos al agua, o mejor dicho al fango, y allí nos sentimos arrastrar por vías desconocidas e inesperadas hasta las regiones subterráneas, encontrándonos en tal cual peligro de descender más y más hasta el punto de que sólo nuestros sombreros vinieran a ser el signo funerario sobre nuestra tumba de fango. Procuramos desenredarnos de aquel mal paso, moviéndonos en otra dirección, y otra y otra vez volvimos a sumirnos, luchando por dos horas, trabajando, pataleando, riéndonos y disparando tiros al vuelo sobre las hermosas chocolateras, que se cernían sobre nosotros. Al fin logró el Dr. Cabot derribar una, y nos apartamos tomando cada cual por su lado. Siguiendo nuestras tareas a lo largo de ambas riberas así separados, derribé yo otra que fue a caer del otro lado del estero: al arrojarme allí, caí de espaldas, el agua saltó sobre mis enlodados vestidos, de los que tuve que despojarme más que de prisa. Un viento fuerte soplaba en el interior de la bahía, y, como no había piedra ninguna a la mano con que poder asegurar el sombrero y los vestidos más ligeros, todo esto fue a caer al agua en el momento mismo en que la chocolatera desplegaba de nuevo las alas, y se echaba a revolotear por la playa.

Distraído entre el ave que se escapaba y los vestidos que el viento arrebataba, abandoné éstos por el pájaro hasta que logré cogerle y, asegurándole bajo el brazo, volví entonces a buscar mis vestidos y sombrero, que se hallaban ya a larga distancia en el agua. Al fin pude recogerlos y volver a tierra firme con mi doble carga, y me encontré sobre la playa representando la figura de un anticuario en conflictos, ratificando sin duda aquel proverbio indio que vino a servirme de consuelo, a saber: que ningún hombre podía parecer un héroe a los ojos de su ayuda de cámara. En honor de este acontecimiento, determiné hacer un ensayo de disecación y traerme el pájaro a mi país, en memoria de aquel sitio. En aquellos momentos se me unió el Dr. Cabot y fue necesario regresar. Sólo habíamos conseguido un pájaro cada uno de nosotros; y si bien el esperado espectáculo de grandes nubes de plumaje hermoso no se había realizado, no por eso era menos cierto el relato de nuestro huésped: la verdad era que la estación se hallaba a punto de concluir y aquellos pájaros habían emigrado hacia el norte. Y no obstante, aun de esos pájaros hubiéramos conseguido cargar dos canoas con mejor conocimiento de las localidades, y de las otras especies todo cuanto hubiéramos querido. Con seguridad que para una partida de caza no se ha visto jamás un sitio tan a propósito como aquél, y la idea de una casa o cabaña para reunir los objetos de la cacería en Punta Arenas, residiendo allí por algunos meses durante la buena estación y con gente suficiente para consumir cuanto se cazase, se presentó a nuestro espíritu casi con tantos atractivos como la exploración de las ciudades arruinadas.

Al regreso, cada uno de nosotros disparó un tiro, del cual resultaron treinta o cuarenta pájaros muertos, que recogimos, dejando sin embargo algunos en la playa. De vuelta a la cabaña echamos algunos en una olla después de desplumarlos, se supone, y nos sentamos en seguida a emprender las labores de la disecación. Con un toque final del Dr. Cabot, logré preparar una muestra miserable de un hermoso pájaro, que contemplaba sin embargo con la mayor satisfacción, como el recuerdo de un sitio notable y de una aventura interesante: entretanto, las aves que estaban cocinándose daban signos evidentes de la riqueza de su parte alimenticia. Sólo teníamos tortillas para acompañar la comida, pero ni las aves ni nosotros tuvimos motivo alguno de queja. A las cuatro de la tarde nos despedimos de nuestro joven huésped, y al oscurecer llegamos al puerto dirigiéndonos a la arenosa plaza. La puerta que el día antes se nos abrió con tanta alegría estaba ahora cerrada, pero no por la mano de la inhospitalidad. Mr. Catherwood y el propietario habían partido para el pueblo, y la casa había quedado cerrada. Algunos de los vecinos, sin embargo, salieron a nuestro encuentro y nos condujeron al cuartel, guarnecido únicamente por dos mujeres, que se rindieron a discreción y nos proveyeron de chocolate, y, aunque la casa era suficientemente espaciosa para todos nosotros, inesperadamente nos dieron las buenas noches y se fueron a dormir a la vecindad. Si se hubieran quedado, no estando tan cansadas como nosotros y pudiendo por consecuencia tener el sueño más ligero, se habría evitado una triste catástrofe.

Habíamos colocado cuidadosamente los pájaros en una mesa con objeto de que se secasen; durante la noche entró en la pieza un gato, y despertamos para ver arrastrado por el suelo el fruto de todo un día de trabajos, y el gato autor de aquella desgracia escapándose por uno de los agujeros que había en la pared de la casa. Es verdad que esta reflexión no nos presentaba consuelo ninguno; pero lo cierto es que, si el gato hubiera tenido nueve vidas, el arsénico que empleamos para preparar los pájaros probablemente habría bastado para quitárselas todas. Antes de amanecer el siguiente día, estábamos otra vez en las sillas. Todavía por alguna distancia al interior del puerto aparecía el terreno como lavado del mar, arenoso y árido. Un poco más allá comenzó la misma superficie árida y pedregosa; y, antes de que nos hubiésemos alejado mucho, descubrimos que estaba cojo el caballo del Dr. Cabot. No había tiempo que perder, me adelanté para procurarle otro y a las ocho de la mañana llegué al pueblo de Cilam. Al entrar descubrí inesperadamente que en aquel sitio descollaba el monumento de otra ciudad arruinada; y, dirigiéndome a la plaza, vi en uno de sus ángulos el cuyo más gigantesco que había encontrado en todo el país. A pesar de cuanto habíamos visto en materia de ruinas, la inesperada vista de la presente aumentó de una manera inmensa el interés de nuestro prolongado viaje a través de las antiguas ciudades aborígenes. Dejando mi caballo en la casa real y encargando al alcalde que mandase buscar otro para el Dr.

Cabot, me dirigí a la cima del cerro. En su base y en el atrio de la iglesia había cinco enormes naranjos cargados de fruto. Un grupo de indios estaba ocupado en extraer piedras del montículo para reparar la pared de la iglesia, en tanto que vigilaba estas labores un joven, que desde luego reconocí ser el padre. Acompañome a la cima del montículo, que era uno de los mayores que yo hubiese visto, pues tenía como cuatrocientos pies de largo y cincuenta de elevación. No había a la vista edificio ni estructura de ninguna especie; y si lo hubo alguna vez, había caído a la acción del tiempo o de la mano del hombre. La iglesia, el atrio y las pocas casas de piedra que había en el pueblo se construyeron con los materiales extraídos de este cuyo. Paseándome por la cima, descubrí un agujero, en cuyo fondo se veía la destruida bóveda de un techo, a cuyo través se descubría un departamento inferior. Esto explicaba el carácter de aquella fábrica. Un edificio debió de extenderse a lo largo de todo el montículo, cuya parte superior se había desplomado, convirtiendo el conjunto en una masa informe y confusa de ruinas. Desde la cima se obtenía una extensa vista de la gran llanura boscosa que se extendía alrededor; y allí cerca, descollando entre los árboles, había otro cuyo que pocos años antes estuvo coronado de un edificio llamado el Castillo, como los de Chichén y Tuluum. El padre, que era un joven de poco más de treinta años, se acordaba perfectamente de la época en que el castillo estaba en pie con sus puertas abiertas, con columnas que le decoraban y con corredores que le daban vuelta.

Repito que la vista de estas ruinas fue enteramente inesperada: si hubiesen sido las únicas que hubiéramos encontrado en el país, las habríamos contemplado con sorpresa y admiración. Además de eso, las tales ruinas presentaban un interés extraordinario, que resultaba del hecho de que existían en un sitio, cuyo nombre nos era conocido y familiar como el de un pueblo indígena, que existía al tiempo de la Conquista. Al tratarse de la desordenada fuga de los españoles que salieron de Chichén Itzá, les hallamos primero en Cilam, cuyo punto describe Herrera como "Una bonita villa, cuyo señor era un joven de la raza de los Cheles, cristiano y grande amigo del capitán Francisco de Montejo, que les recibió y mantuvo. Telok estaba cerca de Cilam; el cual y los demás pueblos a lo largo de la costa estaban sujetos a los Cheles, quienes, hallándose en buena armonía con los españoles, no les molestaron en nada; y así permanecieron algunos meses, hasta que, viendo la imposibilidad de ser socorridos con hombres y otras cosas de que habían gran falta, se determinaron a abandonar del todo el país. Para ello se dirigieron a Campeche, cuarenta leguas distante de Cilam, cuya marcha se consideraba como muy peligrosa, en razón de ser muy populoso el país; pero el señor de Cilam y otros más les acompañaron, hasta que llegaron salvos, y los Cheles volvieron a sus domicilios." También Cogolludo señala la ruta de los españoles hasta Cilam, pero desde allí les lleva por mar a Campeche, con mayor probabilidad; porque, como él mismo observa muy bien, los señores de Cilam no hubieran podido facilitarles una escolta suficiente, que les llevase sanos y salvos a través de cuarenta leguas de un territorio habitado por diferentes tribus, hostiles todas a los españoles, y algunas de ellas hostiles también a los mismos Cheles.

Sin embargo, esta diferencia es poco importante: ambos relatos están probando que en aquellas inmediaciones hubo un gran pueblo de habitantes aborígenes y que, lo mismo que en Ticul y Nohcacab, debemos suponer una de dos cosas, o que estos grandes montículos son los restos del primitivo pueblo, o que otro pueblo del mismo nombre, del cual no existe hoy ningún vestigio, existió en aquella comarca. El lector puede recordar que salimos del puerto antes de amanecer. Mientras yo estaba examinando la cima del montículo, nada podía llenar la medida de mi satisfacción como la certidumbre de tener seguro un almuerzo. Parece que el padrecito adivinó mis pensamientos, me tranquilizó sobre el particular, y me habilitó para poder contemplar con espíritu sereno la sublimidad de estos vestigios de un pueblo ya olvidado. Cuando llegó el Dr. Cabot, se encontró con una mesa, que le dejó sorprendido. También nos era conocido el pueblo de Cilam como el teatro de otro suceso de menor importancia. Nuestro amigo equívoco de Isla Mujeres nos había dicho que allí había muerto y estaba enterrado Lafitte; y por tanto procuré averiguar el sitio de su sepulcro. El padre no estaba en el pueblo en aquel tiempo, e ignoraba si había sido enterrado en el camposanto o en la iglesia; pero suponía que sería en esta última, en razón de que Lafitte era un hombre distinguido. Dirigímonos pues allí a examinar las sepulturas que estaban en el suelo, y de entre algunos escombros extrajo el padre una cruz con un nombre escrito en ella, que se imaginó ser el de Lafitte; pero no era tal.

El sepulturero que asistió a su entierro había muerto, el padre envió por algunos vecinos; una densa nube oculta la memoria del pirata. Todos tenían noticias de su muerte y entierro; pero ninguno supo decirnos en dónde habían sido depositados sus restos. También habíamos oído decir que su viuda vivía en aquel pueblo; pero eso era falso. Existía allí sin embargo una negra, que había sido criada de esta señora, y que hablaba inglés, según nos dijo. El padre envió a buscarla; pero estaba tan ebria, que no pudo venir. El postrer servicio que nos hizo el padre fue proporcionar un caballo para el Dr. Cabot, que el alcalde no había podido conseguir. Era esta la última vez que contábamos con la hospitalidad de un padre, y al despedirme de ellos no pude menos de arrepentirme de ciertas confidencias que alguna vez he hecho al oído del lector, y que habría sido menos malo reservármelas para mí mismo. A las diez de la mañana nos pusimos en marcha, y a las doce y media llegamos a Temax, pueblo que distaba de allí dos leguas y media. Tiene una hermosa plaza grande, iglesia y convento, y una casa real de piedra con un ancho corredor en el frente, bajo el cual la guardia se estaba meciendo en sus hamacas. Sólo distábamos seis leguas de Izamal, en donde supimos que se estaba celebrando una fiesta, y que aquella misma noche había un baile; pero ni podíamos hacer andar más a nuestros caballos, ni proporcionarnos una calesa, sin embargo de que el camino era de ruedas.

Por la noche muy temprano nos echamos en las hamacas; pero apenas nos habíamos acostado, cuando uno de la guardia vino a decirnos que acababa de llegar un carricoche de Izamal, y estaba solicitando gente de retorno. Hicímosle traer a la casa real, y a las dos de la madrugada nos pusimos en marcha a la brillante claridad de la luna, dejando atrás a Dimas, para que nos siguiese con los caballos. El carricoche era tirado de tres mulas, y tenía un colchón en que nos tendimos a la bartola. A las nueve de la mañana penetramos por los suburbios de Izamal, distante apenas quince leguas de Mérida. Las calles tenían faroles, y estaban designadas con objetos visibles, lo mismo que la capital. Mientras lanzábamos una furtiva mirada a través de las cortinas, nos encaminamos a la plaza, que estaba henchida de gentes vestidas de limpio como en día de fiesta. Había una desusada proporción de caballeros con sombrero negro y bastones, algunas casacas militares lucidas y flamantes a tal grado, que nos dimos el parabién de no haber verificado nuestra entrada a caballo, pues teníamos a cuestas todavía el traje enlodado que nos sirvió en Punta Arenas, y según mi cálculo había veintiocho días que no nos hacíamos la barba. Nuestro conductor se detuvo en el centro de la plaza a esperar que le diésemos instrucciones, dirigímosle a la casa real, y cuando nos encaminábamos en aquella dirección, las sillas inglesas colocadas en la zaga llamaron la atención de Albino, quien nos condujo a la casa en que Mr.

Catherwood estaba ya instalado. La tal casa distaba poco de la plaza principal, era de piedra, de sesenta pies de frente, dividida en dos espaciosas salas y cuartos inmediatos, un ancho corredor en la parte de adentro y un amplio patio para los caballos, por todo lo cual debíamos pagar tres reales diarios de alquiler, que eran dos tercios más, según se nos dijo, de los que otros acostumbran a pagar. En pocos momentos nos aderezamos del mejor modo que podría proporcionar nuestro equipaje, y nos lanzamos otra vez a la calle. Era el último día de la fiesta de la Santa Cruz. Por la munificiencia del gobierno, la villa de Izamal acababa de ser erigida en ciudad, y a la fiesta de la Santa Cruz venía a juntarse el júbilo por este aumento de dignidad política. Los toros se habían concluido; pero todavía existía en el centro de la plaza el circo que había servido para el efecto, adornado fantásticamente; y dos toros situados bajo uno de los corredores, cuyas heridas chorreaban sangre aún, estaban allí como una señal de la pasada lucha. Entre la muchedumbre de indios aparecían varios vecinos, alegres y bien vestidos al estilo de la capital, y bajo el corredor de una casa situada en uno de los ángulos, con vistosa enramada que se proyectaba hacia la plaza, la música se ocupaba en llamar al pueblo para que concurriese al baile. Del fondo de la más completa soledad habíamos ido a caer en medio de las diversiones, fiestas y regocijos. Pero, enmedio de esta escena bulliciosa y alegre, el ojo se convertía involuntariamente a unos cerros inmensos que descollaban sobre las casas, con cuyos materiales la ciudad entera había sido edificada sin disminuirse aparentemente sus proporciones colosales, proclamando el poder de las generaciones que los habían levantado, y destinado probablemente a permanecer en pie, aun cuando los raquíticos edificios de un conquistador más civilizado tuviesen que reducirse a polvo.

Uno de los mayores montículos, en que a la sazón había bancos colocados para ver desde allí la plaza de toros, cerraba por un lado el patio de la casa que ocupábamos y se extendía hasta el de la señora Méndez, propietaria de ambas casas. Este cerro puede tener como doscientos pies de largo sobre treinta de alto. La porción que daba a nuestro patio se hallaba enteramente en ruinas; pero la que correspondía al de la señora mostrando estaba que sus vastos lados estuvieron en otro tiempo cubiertos de colosales adornos de estuco, cuya mayor parte ha caído, pero entre sus fragmentos se deja ver una cabeza gigantesca de siete pies ocho pulgadas de elevación y siete pies de ancho. Todas las facciones están formadas de piedras salientes cubiertas de estuco, y una piedra de un pie y seis pulgadas se prolonga de la barba, acaso para colocar el copal que debía quemarse ante el ídolo, constituyendo con eso una especie de altar. Era la primera vez que veíamos un adorno de esta especie sobre la parte exterior de una de sus estructuras. La severidad y fiereza de expresión que mostraban las facciones,nos trajeron a la memoria los ídolos de Copan; y sus colosales proporciones correspondientes a la magnitud del montículo produjeron en nuestro ánimo una impresión extraordinaria de grandeza. A dos o tres cuadras de la plaza, visible en todas sus enormes proporciones, se hallaba el más estupendo cuyo o cerro que vimos en todo el país, pues era acaso de seis o setecientos pies de largo y sesenta de elevación, el cual, según pudimos comprobar indubitablemente, encierra en su seno habitaciones interiores.

Vagando de estos monumentos, de un poder antiguo a la contemplación de la raza degradada que hoy habita cerca de ellos, el extranjero no puede menos de entregarse a especulaciones y conjeturas extrañas; pero en el costado norte de la plaza hay otro monumento que hace concretar sus pensamientos, y se presenta a su espíritu un breve rasgo de historia. Hablo de la gran iglesia y convento de frailes franciscanos que se encuentran en una altura y dan a la plaza un cierto carácter peculiar, que no posee ninguna otra en Yucatán. Dos ramales de escalones de piedra guían hasta esa altura, y el área en que termina probablemente es de doscientos pies en cuadro: en tres de sus lados hay una columnata que forma un paseo magnífico, desde el cual se obtiene una vista extensa de toda la ciudad y su comarca. Esta elevación es evidentemente artificial y no la obra de los españoles. Desde la primera época de la conquista hay relatos de un gran pueblo indígena llamado Izamal, y gracias al cuidado piadoso que los primitivos monjes cuidaron de conservar recuerdos sobre la erección de su iglesia y convento, asuntos que ocupaban entonces con mucha especialidad la atención de los escritores, nos encontramos hoy con recuerdos auténticos, que hacen desaparecer toda incertidumbre con respecto al origen de esos antiguos montículos. Según refiere el padre Lizana, en el segundo capítulo provincial celebrado en el año de "1533, el padre Fr. Diego de Landa fue electo guardián del convento de Izamal con encargo de construir el edificio, porque los frailes habitaban hasta entonces en casas de paja.

El padre Landa escogió para la fábrica uno de los cerros o montículos hechos a mano que entonces existían, llamado Papulchac por los nativos, lo cual, según el padre Lizana, significa la habitación o residencia de los sacerdotes de los ídolos. Este sitio fue escogido para que el diablo fuese arrojado de allí por la divina presencia de Cristo Crucificado, y para que el lugar en donde vivían los sacerdotes gentiles, lugar que había sido de abominación e idolatría, viniese a serlo de santificación, y los ministros del verdadero Dios ofreciesen sacrificios y adorasen a su Divina Majestad". Éste es un claro e inequívoco testimonio sobre el uso primitivo y ocupación del cerro, en que hoy se encuentran la iglesia y convento de Izamal. Este relato prosigue y dice así: "En otro cerro, en que estaba el ídolo llamado Kiuic-Kahmó, fundó un pueblo o asiento llamado San Ildefonso; y a otro cerro llamado Humpictoh, en donde cae el pueblo de Izamal, diole por patrón a San Antonio de Padua, demoliendo el templo que allí había; y en donde estaba el ídolo llamado Haboc fundó un pueblo dicho Santa María, con cuyos medios procuró borrar el recuerdo de tan grande idolatría". No se necesita hacer comentarios sobre estos relatos. Un testimonio semejante, dado por incidente, y sin intención, prueba indubitablemente,que estos grandes cerros tenían consigo templos e ídolos, y habitaciones de sacerdotes, usados actualmente por los indios que ocupaban el país al tiempo de la conquista, y esta prueba, según mi opinión, acaso cuando fuese única sin auxilio de otras, sería suficiente para disipar la misteriosa nube que envuelve las ruinas de Yucatán.

En los tiempos presentes, distínguese el pueblo de Izamal en todo el país por su celebrada feria, pero hay un sentimiento más fuerte de parte de los indios acerca de la santidad de la Virgen, a la cual se daba allí culto. En la crónica de los hechos de los frailes aparece que los indios continuaron dando culto al demonio, y que el venerable padre Landa, después de una fuerte lucha personal con tan peligroso enemigo, se propuso traer una imagen de la Santa Virgen, ofreciendo ir a buscarla él mismo a Goatemala, en cuya ciudad existía un escultor inteligente. A la sazón se quiso otra imagen para el convento de Mérida; y ambas fueron traídas en una caja, verificándose el milagro de que, por más que llovía en el camino, jamás caía el agua sobre la caja, ni sobre los indios conductores, ni en cierto trecho en rededor. En Mérida los frailes escogieron para su convento la que les pareció de rostro más hermoso y devoto. La otra, aunque traída por los indios de Izamal y destinada para su pueblo, reclamáronla los españoles de Valladolid, diciendo que no debía permanecer en un pueblo de indios. Los de Izamal se resistieron, los españoles intentaron realizar su propósito, y, cuando la imagen estaba ya en los suburbios del pueblo, se la sintió de repente tan pesada, que los conductores no podían ir adelante con la carga. La M. D. intervino en favor de los indios de Izamal, y no hubo fuerza humana capaz de remover de allí la imagen. La devoción de los fieles creció a la vista de tales maravillas, y en todos partes, por mar y tierra, mediante la invocación de esta imagen, se han hecho tantos milagros, que si se recopilasen, según dice Cogolludo, podía haberse escrito un volumen de ellos.

Pero la imagen de esta Virgen se ha destruido. En la pilastra izquierda de la puerta mayor de la iglesia hay una lápida con una inscripción que nos refiere la lamentable historia de que, en un gran incendio de la iglesia, las llamas devoraron enteramente a la Santa Virgen; pero los ánimos de los fieles se han tranquilizado con la seguridad de que otra imagen, tan buena como lo fue la anterior, ha venido a reemplazarla. Después que visitamos la iglesia, volvimos a la vasta galería que mira a la plaza. Una muchacha, muy joven aún, a quien habíamos visto durante todo el día sentada en uno de los corredores, todavía permanecía allí con la vista clavada sobre la bulliciosa escena de la plaza; pero, distraída según las apariencias, engolfada en sus pensamientos, y tal vez esperando en vano a alguno que no veía llegar. Por la noche nos dirigimos al baile que se daba en la parte exterior de una casa situada en uno de los ángulos de la plaza. La sala era una pieza destinada para refrescar. En el corredor había una hilera de asientos destinados para los que no tomaban parte en el baile, y en el frente una espaciosa enramada que se proyectaba en la plaza, y con piso de hormigón, para los danzantes. El baile había comenzado desde las ocho de la noche precedente y, con una ligera interrupción de pocas horas durante el día, había proseguido desde entonces; pero ya se dejaba ver que también para bailar la capacidad humana tiene sus ciertos límites, porque el salón estaba mucho menos concurrido que lo que había estado durante el día.

Dos oficiales del ejército o milicia, que habían trabajado ardorosamente todo el día con una determinación que prometía a Yucatán maravillas en la invasión con que México le amenazaba entonces, mandaron a rodar sus vestidos militares y conservaban el puesto vestidos de chaqueta sencilla. Uno llevó un sillón para que descansase su fatigada pareja durante los intervalos de la danza; otro siguió su ejemplo, y gradualmente todas las señoras tuvieron que colocarse en sillones para descansar. En la última contradanza pocas parejas acudieron al puesto. Señoras, violinistas y luces, todo estaba amortiguándose, y por tanto partimos de allí. Antes de que nos hubiésemos colocado en las hamacas, una explosión de música, semejante al postrer esfuerzo de la naturaleza que fuese a expirar, terminó definitivamente el baile.

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