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CAPÍTULO VIII De un cuento particular acerca de la hambre que los españoles pasaron, y cómo hallaron comida Volviendo a la hambre y necesidad que el gobernador y su ejército pasaron aquellos días, me pareció contar un caso particular que pasó entre unos soldados de los más aventajados que en el real había para que por él se considere y vea lo que se padecería en común, que decir cada cosa en particular sería nunca acabar y hacer nuestra historia muy prolija. Es así que un día de los de mayor hambre cuatro soldados de los más principales y valientes, que por ser tales hacían donaire y risa (aunque falsa), del trabajo y necesidad que pasaban, quisieron, porque eran de una camarada, saber qué bastimento había entre ellos, y hallaron que apenas había un puñado de zara. Para lo repartir, porque creciese algo, la cocieron, y en buena igualdad, sin agravio alguno, cupieron a diez y ocho granos. Los tres de ellos, que eran Antonio Carrillo y Pedro Morón y Francisco Pechudo, comieron luego sus partes. El cuarto, que era Gonzalo Silvestre, echó sus diez y ocho granos de maíz en un pañuelo y los metió en el seno. Poco después se topó con un soldado castellano, que se decía Francisco de Troche, natural de Burgos, el cual le dijo: "¿Lleváis algo que comer?" Gonzalo Silvestre le respondió por donaire: "Sí, que unos mazapanes muy buenos, recién hechos, me trajeron ahora de Sevilla." Francisco de Troche, en lugar de enfadarse rió el disparate. A este punto llegó otro soldado, natural de Badajoz, que se decía Pedro de Torres, el cual enderezando su pregunta a los que hablaban en los mazapanes les dijo: "¿Vosotros tenéis algo que comer?" (que no era otro el lenguaje de aquellos días).

Gonzalo Silvestre respondió: "Una rosca de Utrera tengo muy buena, tierna y recién sacada del horno. Si queréis de ella, partiré con vos largamente." Rieron el segundo imposible como el primero. Entonces les dijo Gonzalo Silvestre: "Pues porque veáis que no he mentido a ninguno de vosotros, os daré cosa que al uno le sepa a mazapanes, si los ha en gana, y al otro a rosca de Utrera, si se le antoja." Diciendo esto sacó el pañuelo con los diez y ocho granos de zara y dio a cada uno de ellos seis granos, y tomó para sí otros seis, y todos tres se los comieron luego antes que se recreciesen más compañeros y cupiesen a menos. Y, habiéndolos comido, se fueron a un arroyo que pasaba cerca y se hartaron de agua ya que no podían de vianda, y así pasaron aquel día con no más comida porque no la había. Con estos trabajos y otros semejantes, no comiendo mazapanes ni roscas de Utrera, se ganó el nuevo mundo, de donde traen a España cada año doce y trece millones de oro y plata y piedras preciosas, por lo cual me precio muy mucho de ser hijo de conquistador del Perú, de cuyas armas y trabajos ha redundado tanta honra y provecho a España. Volviendo a los cuatro capitanes que fueron a descubrir caminos, decimos que, con la misma hambre y necesidad que pasaron el gobernador y los de su ejército, caminaron ellos seis días. Los tres capitanes de ellos no hallaron cosa digna de memoria, sino hambre y más hambre. Sólo el contador Juan de Añasco tuvo mejor dicha que, habiendo caminado tres días siempre el río arriba sin apartarse de él, al fin de ellos halló un pueblo asentado en la ribera, por la misma parte que él iba, en la cual halló poca gente, mas mucha comida para pueblo tan pequeño, que sólo en una casa de depósito había quinientas hanegas de harina hecha de maíz tostado, sin otro mucho que había en grano, con que los indios y españoles se alegraron lo que se puede imaginar, y, después de haber visto lo que había en las casas, subieron en las más altas y descubrieron que de allí adelante, el río arriba, estaba poblada la tierra de muchos pueblos grandes y pequeños, con muchas sementeras a todas partes, de que los nuestros dieron gracias a Dios, y ellos y los indios mataron la hambre que llevaban.

Y, pasada la media noche, despacharon cuatro de a caballo que a toda diligencia volviesen a dar aviso al gobernador de lo que habían visto y descubierto. Los cuatro españoles volvieron con la buena nueva y, para ser creídos, llevaron muchas mazorcas de zara y unos cuernos de vacas, que no se pudo saber de dónde los hubiesen traído los indios, porque en todo lo que estos españoles anduvieron de la Florida nunca hallaron vacas y, aunque es verdad que en algunas partes hallaron carne fresca de vaca, nunca vieron vacas ni fue posible con los indios, por caricias ni amenazas que dijesen dónde las había. El general Patofa y sus indios, la noche que durmieron en el pueblo, lo más secretamente que pudieron, sin que los españoles supiesen cosa alguna de su hecho, lo saquearon, y robaron el templo, que servía solamente de entierros, donde (como adelante diremos de otros más famosos) tenían lo mejor y más rico de sus haciendas. Mataron todos los indios que dentro y fuera del pueblo pudieron haber sin perdonar sexo ni edad, y a los que así mataban les quitaban los cascos de la cabeza, de las orejas arriba, con admirable maña y destreza. Estos cascos llevaban para que, por vistas de ojos, viese su curaca y señor Cofaqui la venganza que en sus enemigos habían hecho de las injurias recibidas, porque, según después se vio, este pueblo era de la provincia de Cofachiqui, que tan deseada había sido de los españoles y tanta hambre les había costado el descubrirla. El día siguiente a medio día salió Juan de Añasco del pueblo con todos sus españoles e indios, que no osaron esperar en él al gobernador temiendo no se apellidasen los de la tierra y juntasen gran número de gente, que, según la mucha poblazón que por el río arriba había, pudieran juntarse muchos y dar en ellos y matarlos todos, que no eran poderosos para resistirlos; por esto les pareció más seguro volver atrás a recibir al gobernador.

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