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Desarrollo


De en lo que Cortés entendió después que le vino la gobernación de la Nueva-España, cómo y de qué manera repartió los pueblos de indios, e otras cosas que más pasaron, y una manera de platicar que sobre ello se ha declarado entre personas doctas Ya que le vino la gobernación de la Nueva-España a Hernando Cortés, paréceme a mí y a otros conquistadores de los antiguos, de los más experimentados y maduro consejo, que lo que había de mirar Cortés era acordarse desde el día que salió de la isla de Cuba, y tener atención a todos los trabajos en que se vio, así cuando en lo de los arenales, cuando desembarcamos, qué personas fueron en le favorecer para que fuese capitán general y justicia mayor de la Nueva-España; y lo otro, quiénes fueron los que se hallaron siempre a su lado en todas las guerras, así de Tabasco y Cingapacinga, y en tres batallas de Tlascala, y en la de Cholula cuando tenían puestas las ollas con ají para nos comer cocidos; y también quiénes fueron en favorecer su partido cuando por seis o siete soldados que no estaban bien con él le hacían requerimientos que se volviese a la Villa-Rica y no fuese a México, poniéndole por delante la gran pujanza de guerreros y gran fortaleza de la ciudad; y quiénes fueron los que entraron con él en México y se hallaron en prender al gran Montezuma; y luego que vino Pánfilo de Narváez con su armada, qué soldados fueron los que llevó en su compañía y le ayudaron a prender y desbaratar al Narváez; y luego quiénes fueron los que volvieron con él a México al socorro de Pedro de Alvarado, y se hallaron en aquellas fuertes y grandes batallas que nos dieron, hasta que salimos huyendo de México, que de mil y trescientos soldados quedaron muertos sobre ochocientos y cincuenta, con los que mataron en Tustepeque e por los caminos, y no escapamos sino cuatrocientos y cuarenta muy heridos ¡y a Dios misericordia! Y también se le había de acordar de aquella muy temerosa batalla de Otumba, quién, después de dos días, se la ayudó a vencer y salir de aquel tan gran peligro; y después quiénes y cuántos le ayudaron a conquistar lo de Tepeaca y Cachula y sus comarcas, como fue Ozúcar y Guacachula y otros pueblos; y la vuelta que dimos por Tezcuco para México, y de otras muchas entradas que desde Tezcuco hicimos, así como la de Iztapalapa, cuando nos quisieron anegar con echar el agua de la laguna, como echaron, creyendo nos ahogar; y asimismo las batallas que hubimos con los naturales de aquel pueblo y mexicanos que les ayudaron; y luego la entrada del Saltocan y los peñoles que llaman hoy día "del Marqués", y otras muchas entradas; y el rodear de los grandes pueblos de la laguna, y de los muchos reencuentros y batallas que en aquel viaje tuvimos, así de los de Suchimilco como de los de Tacuba; y vueltos a Tezcuco, quién le ayudó contra la conjuración que tenían concertado de le matar, cuando sobre ello ahorcó un Villafaña; y pasado esto, quiénes fueron los que le ayudaron a conquistar a México, y en noventa y tres días, a la continua de día y de noche, tener batallas y muchas heridas y trabajos, hasta que se prendió a Guatemuz, que era el que mandaba en aquella sazón a México: y quién fue en le ayudar y favorecer cuando vino a la Nueva-España un Cristóbal de Tapia para que le diese la gobernación.

Y demás de todo esto, quiénes fueron los soldados que escribimos tres veces a su majestad en loor de los grandes y muchos y buenos servicios que Cortés le había hecho, y que era digno de grandes mercedes y le hiciese gobernador de la Nueva-España. No quiero aquí traer a la memoria otros servicios que siempre a Cortés hacíamos, pues los varones y fuertes soldados que en todo esto nos hallamos; y ahora que le vino la gobernación, que, después de Dios, con nuestra ayuda se la dieron, bien fuera que tuviera cuenta con Pedro, Sancho y Martín y otros que lo merecían; y el soldado y compañero que estaba por su ventura en Colima o en Zacatula, o en Pánuco o en Guazacualco, y los que andaban huyendo cuando despoblaron a Tututepeque, y estaban pobres y no les cupo suerte de buenos indios, pues que había bien que darles, y sacarles de mala tierra: pues que su majestad muchas veces se lo mandaba y encargaba por sus reales cartas misivas, y no daba Cortés nada de su hacienda; habíales de dar con que se remediasen, y en todo anteponerles; y siempre cuando escribiesen a los procuradores que estaban en Castilla en nuestro nombre, que procurasen por nosotros; y el mismo Cortés había de escribir muy afectuosamente para que nos diesen para nosotros y nuestros hijos cargos y oficios reales, todos los que en la Nueva-España hubiese; mas digo que "mal ajeno de pelo cuelga", e que no procuraba sino para él; lo uno la gobernación que le trajeron antes que fuese marqués, e después que fue a Castilla y vino marqués.

Dejemos esto, y pongamos aquí otra manera, que fuera harto buena y justa para repartir todos los pueblos de la Nueva-España (según dicen muy doctos conquistadores, que lo ganamos, de prudente y maduro juicio); que lo que habla de hacer es esto: hacer cinco partes la Nueva-España, y la quinta parte de las mejores ciudades y cabeceras de todo lo poblado darla a su majestad de su real quinto, y otra parte dejarla por repartir, para que fuese la renta della para iglesias y hospitales y monasterios, y para que su majestad si quisiese hacer algunas mercedes a caballeros que le hayan servido en Italia, de allí pudiera haber para todos; y las tres partes que quedaran repartirlas en su persona de Cortés y en todos nosotros los verdaderos conquistadores, según y de la calidad que sentía que era cada uno, y darles perpetuos, porque en aquella sazón su majestad lo tuviera por bien; porque, como no había gastado cosa ninguna en estas conquistas, ni sabía ni tenía noticia destas tierras, estando, como estaba, en aquella sazón en Flandes, y viendo una buena parte de las del mundo que le entregamos, como sus muy leales vasallos, lo tuviera por bien y nos hiciera merced dellas, y con ello quedáramos; y no anduviéramos ahora, como andamos "de mula coja" y abatidos y de mal en peor, debajo de gobernadores que hacen lo que quieren y muchos de los conquistadores no tenemos con qué nos sustentar; ¿qué harán los hijos que dejamos? Quiero decir lo que hizo Cortés, y a quién dio los pueblos.

Primeramente al Francisco de las Casas, a Rodrigo de Paz, al factor y veedor y contador que en aquella sazón vinieron de Castilla; a un Avalos y a Saavedra, sus deudos; a un Barrios, con quien casó su cuñada, hermana de su mujer doña Catalina Xuárez; y a Alonso Lucas, y a un Juan de la Torre, y a Luis de la Torre, a Villegas, y a un Alonso Valiente, a un Ribera "el tuerto". Y ¿para qué cuento yo estos pocos? Que a todos cuantos vinieron de Medellín, e a otros criados de grandes señores, que le contaban cuentos de cosas que le agradaban, les dio lo mejor de la Nueva-España. No digo yo que era malo el dar a todos, pues había de qué; mas que había de anteponer primero lo que su majestad le mandaba, y a los soldados que le ayudaron a tener el ser y valor que tenía, ayudarles; y pues que ya es hecho, no quiero volver a repetirlo; y para ir a entradas y guerras y a cosas que le convenían, bien se acordaba adónde estábamos, y nos enviaba a llamar para las batallas y guerras, como adelante diré. Y dejaré de contar más lástimas y de cuán avasallados nos traía, pues no se puede ya remediar. Y no dejaré de decir lo que Cortés decía después que le quitaron la gobernación, que fue cuando vino Luis Ponce de León, y como murió el Luis Ponce, dejó por su teniente a Marcos de Aguilar, como adelante diré; y es, que íbamos a Cortés a decirle algunos caballeros y capitanes de los antiguos que le ayudamos en las conquistas, que nos diese de los indios, de los muchos que en aquel instante Cortés tenía, pues que su majestad mandaba que le quitasen algunos dellos, como se los habían de quitar, e luego se los quitaron; y la respuesta que daba era, que se sufriesen como él se sufría; que si le volvía su majestad a hacer merced de la gobernación, que en su conciencia (que así juraba) que no lo erraría como en lo pasado, y que daría buenos repartimientos a quien su majestad le mandó, y enmendaría el gran yerro pasado que hizo; y con aquellos prometimientos y palabras blandas creía que quedaban contentos aquellos conquistadores e iban renegando de él y aun maldiciéndole a él y a toda su generación, y a cuanto poseía, hubiese mal gozo de ello él y sus hijos.

Dejémoslo ya, y digamos que en aquella sazón, o pocos días antes, vinieron de Castilla los oficiales de la hacienda real de su majestad, que fue Alonso de Estrada, tesorero, y era natural de Ciudad-Real, y vino el factor Gonzalo de Salazar (decía él mismo que fue el primer hijo de cristiano que nació en Granada, y decían que sus abuelos eran de Burgos), y vino Rodrigo de Albornoz por contador, que ya había fallecido Julián de Alderete, y este Albornoz era natural de Paladinas o de Rágama, y vino el veedor Pedro Almíndes Chirino, natural de úbeda o Baeza, y vinieron muchas personas con cargos. Dejemos esto, y quiero decir que en este instante rogó un Rodrigo Rangel a Cortés (el cual Rangel muchas veces le he nombrado) que, pues no se había hallado en la toma de México ni en ningunas batallas con nosotros en toda la Nueva-España, que porque hubiese alguna fama de él, que le hiciese merced de le dar una capitanía para ir a conquistar a los pueblos de los zapotecas, que estaban de guerra, y llevar en su compañía a Pedro de Ircio, para ser su consejero en lo que había de hacer; y como Cortés conocía al Rodrigo Rangel (que no era para darle ningún cargo, a causa que estaba siempre doliente y con grandes dolores y bubas, y muy flaco y las zancas y piernas muy delgadas, y todo lleno de llagas, cuerpo y cabeza abierta), denegaba aquella entrada, diciendo que los indios zapotecas eran gente mala de domar por las grandes y altas sierras adonde están poblados, y que no podían llevar caballos; y que siempre hay neblinas y rocíos, y que los caminos eran angostos y resbalosos, y que no pueden andar por ellos sino a manera de decir: los pies, que por ellos caminan adelante, junto a las cabezas de los que vienen atrás (entiéndanlo de la manera que aquí lo digo, que así es verdad; porque los que van arriba, con los que vienen detrás vienen cabezas con pies); y que no era cosa de ir a aquellos pueblos, y que ya que fuese había de llevar soldados bien sueltos y robustos, y experimentados en las guerras; y como el Rangel era muy porfiado y de su tierra de Cortés, húbole de conceder lo que pedía; y según después supimos, Cortés lo hubo por bueno enviarle do se muriese, porque era de mala lengua; y decía muchas malas palabras e Cortés escribió a Guazacualco a diez o doce que nombró en la carta, que nos rogaba que fuésemos con el Rangel a le ayudar, y entre los soldados que mandó ir me nombró a mí, y fuimos todos los vecinos a quien Cortés escribió.

Ya he dicho que hay grandes sierras en lo poblado de los zapotecas, y que los naturales de allí son gente muy ligeros e sueltos, y con unas voces e silbos que dan, retumban todos los valles como a manera de ecos; y como habíamos de llevar al Rangel, no podíamos andar ni hacer cosa que buena fuese. E ya que. íbamos a algún pueblo, hallábamosle despoblado, y como no estaban juntas las casas, sino unas en un cerro y otras en un valle, y en aquel tiempo llovía, y el pobre Rangel dando voces de dolor de las bubas, y la mala gana que todos teníamos de andar en su compañía, y viendo que era tiempo perdido, y que si por ventura los zapotecas, como son ligeros y tienen grandes lanzas, muy mayores que las nuestras, y son grandes flecheros, que si nos aguardaban e hiciesen cara, como no podíamos ir por los caminos sino uno a uno, temíamos no nos viniese algún desmán; y el Rangel estaba más malo que cuando vino, acordó de dejar la negra conquista, que negra se podía llamar, y volverse cada uno a su casa; y el Pedro de Ircio, que traía por consejero, fue el primero que se lo aconsejó, y le dejó solo, y se fue a la Villa-Rica, donde vivía; y el Rangel dijo que se quería ir a Guazacualco con nosotros, por ser la tierra caliente para prevalecerse de su mal, y los que éramos vecinos de Guazacualco que allí estábamos, por peor tuvimos llevar aquel mal pelmazo con nosotros que a la venida que venimos con él a la guerra; y llegados a Guazacualco, luego dijo que quería ir a pacificar las provincias de Cimatan y Tulapan, que ya he dicho muchas veces en el capítulo que dello habla cómo no habían querido venir de paz a causa de los grandes ríos y ciénagas tembladeras entre las que estaban poblados; y además de la fortaleza de las ciénagas, ellos de su naturaleza son grandes flecheros, y tenían muy grandes arcos y tiran muy certero.

Volvamos a nuestro cuento: que mostró Rangel provisiones, en aquella villa, de Hernando Cortés, cómo le enviaba por capitán para que conquistase las provincias que estuviesen de guerra, y señaladamente la de Cimatan y Tulapan; y apercibió todos los más vecinos de aquella villa que fuésemos con él. Y era tan temido Cortés, que, aunque nos pesó, no osamos hacer otra cosa, como vimos sus provisiones, y fuimos con el Rangel sobre cien soldados, dellos a caballo y a pie, con obra de veinte y seis ballesteros y escopeteros; e fuimos por Tonala e Ayagualulco, e Copilco, Zacualco, y pasamos muchos ríos en canoas y en barcas, y pasamos por Teutitan, Copilco y por todos los pueblos que llamamos la Chontalpa, que estaban de paz, e llegamos obra de cinco leguas de Cimatan, y en unas ciénagas y malos pasos estaban juntos todos los más guerreros de aquella provincia, y tenían hechos unos cercados y grandes albarradas de palos y maderos gruesos, y ellos de dentro con unos pretiles y saeteras, por donde podían flechar; e de presto nos dan una tan buena refriega de flecha y vara tostada con tiraderas, que mataron siete caballos e hirieron ocho soldados, y al mismo Rangel, que iba a caballo, le dieron un flechazo en un brazo, y no le entró sino muy poco; y como los conquistadores viejos habíamos dicho al Rangel que siempre fue. sen hombres sueltos a pie descubriendo caminos y celadas, y le habíamos dicho de otras veces cómo aquellos indios solían pelear muy bien y con mafia, y como él era hombre que hablaba mucho, dijo que votaba a tal, que si nos creyera, que no le aconteciera aquello, y que de allí adelante que nosotros fuésemos los capitanes y le mandásemos en aquella guerra; y luego como fueron curados los soldados y ciertos caballos que también hirieron, además de los siete que mataron, mandóme a mí que fuese adelante descubriendo, y llevaba un lebrel muy bravo, que era del Rangel, y otros dos soldados muy sueltos y ballesteros, y le dijeron que se quedase bien atrás con los de a caballo, y los soldados y ballesteros fuesen junto conmigo; e yendo nuestro camino para el pueblo de Cimatan, que era en aquel tiempo bien poblado, hallamos otras albarradas y fuerzas, ni más ni menos que las pasadas, y tírannos a los que íbamos delante tanta flecha y vara, que de presto mataron el lebrel, e si yo no fuera muy armado, allí quedara, porque me empendolaron siete flechas, que con el mucho algodón de las armas se detuvieron, y todavía salí herido en una pierna, y a mis compañeros a todos hirieron; y entonces yo di voces a unos indios nuestros amigos, que venían un poco atrás de nosotros, para que viniesen de presto los ballesteros y escopeteros y peones, y que los de a caballo quedasen atrás, porque allí no podían correr ni aprovecharse dellos, y se los flecharían; y luego acudieron así como lo envié a decir, porque de antes cuando yo me adelanté así lo tenía concertado, que los de a caballo quedasen muy atrás y que todos los demás estuviesen muy prestos en teniendo señal o mandado, y como vinieron los ballesteros y escopeteros, les hicimos desembarazar las albarradas, y se acogieron a unas grandes ciénagas que temblaban, y no había hombre que en ellas entrase, que pudiese salir sino a gatas o con grande ayuda.

En esto llegó Rangel con los de a caballo, e allí cerca estaban muchas casas que entonces despoblaron los moradores dellas, y reposamos aquel día y se curaron los heridos. Otro día caminamos para ir al pueblo de Citaman, y hay grandes sabanas llanas, y en medio de las sabanas muy malísimas ciénagas, y en una dellas nos aguardaron, y fue con ardid que entre ellos concertaron para aguardar en el campo raso de las sabanas, y propusieron que los caballos, por codicia de los alcanzar y alancear, irían corriendo tras ellos a rienda suelta y atollarían en las ciénagas: y así fue como lo concertaron, que por más que habíamos dicho y aconsejado al Rangel que mirase que había muchas ciénagas y que no corriese por aquellas sabanas a rienda suelta, que atollarían los caballos, y que suelen tener aquellos indios estas astucias, y hechas saeteras y fuerzas junto a las ciénagas, no lo quiso creer; y el primero que atolló en ellas fue el mismo Rangel, y allí le mataron el caballo, y si de presto no fuera socorrido, ya se habían echado en aquellas malas ciénagas muchos indios para le apañar y llevar vivo a sacrificar, y todavía salió descalabrado en las llagas que tenla en la cabeza; y como toda aquella provincia era muy poblada, y estaba allí junto otro pueblezuelo, fuimos a él, y entonces huyeron los moradores, y se curó el Rangel y tres soldados que habían herido; y desde allí fuimos a otras casas que también estaban sin gente, que entonces las despoblaron sus dueños, y hallamos otra fuerza con grandes maderos y bien cercada y sus saeteras; y estando reposando aun no había un cuarto de hora, vienen tantos guerreros cimatecas, y nos cercan en el pueblezuelo, que mataron un soldado y a dos caballos, y tuvimos bien que hacer en hacerlos apartar; y entonces nuestro Rangel estaba muy doliente de la cabeza, e había muchos mosquitos, que no dormía de noche ni de día, y murciélagos muy grandes que le mordían y desangraban; y como siempre llovía, y algunos soldados que el Rangel había traído consigo, de los que nuevamente habían venido de Castilla, vieron que en tres partes nos habían aguardado los indios de aquella provincia, y habían muerto once caballos y dos soldados, y herido a otros muchos, aconsejaron al Rangel que se volviese desde allí, pues la tierra era mala de ciénagas y estaba muy malo; y el Rangel, que lo tenía en gana, y porque pareciese que no era de su albedrío y voluntad aquella vuelta, sino por consejo de muchos, acordó de llamar a consejo sobre ello a personas que eran de su parecer para que se volviesen; y en aquel instante habíamos ido veinte soldados a ver si podíamos tomar alguna gente de unas huertas de cacaguatales que allí junto estaban, y trajimos dos indios y tres indias; y entonces el Rangel me llamó a mí aparte e a consejo, y díjome de su mal de cabeza, e que le aconsejaban todos los demás soldados que se volviese donde estaba Cortés, y me declaró todo lo que había pasado; y entonces le reprendí su vuelta, y como nos conocíamos de más de cuatro años atrás, de la isla de Cuba, le dije: "¿Cómo, señor? ¿Qué dirán de vuesamerced, estando junto del pueblo de Cimatan quererse volver? Pues Cortés no lo tendrá a bien, y maliciosos que os quieren mal os lo darán en cara, que en la entrada de los zapotecas ni aquí no habéis hecho cosa ninguna que buena sea, trayendo, como traéis, tan buenos conquistadores, que son los de nuestra villa de Guazacualco; pues por lo que toca a nuestra honra y a la de vuesamerced, yo y otros soldados somos de parecer que pasemos adelante; yo iré con todos mis compañeros descubriendo ciénagas y montes, y con los ballesteros y escopeteros pasaremos hasta la cabecera de Cimatan, y mi caballo déle vuesamerced a otro caballero que sepa muy bien menear la lanza e tener ánimo para mandarle, que yo no puedo servirme de él yendo a lo que voy, y que va más que en alancear, y véngase con los de a caballo algo atrás.

" Y como el Rodrigo Rangel aquello me oyó, como era hombre vocinglero y hablaba mucho, salió de la casilla en que estaba en el consejo, e a muy grandes voces llamó a todos los soldados, e dijo el Rodrigo Rangel: "Ya es echada la suerte que hemos de ir adelante, que voto a tal (que siempre era este su jurar y su hablar), si Bernal Díaz del Castillo no me ha dicho la verdad y lo que a todos conviene"; y puesto que a algunos soldados les pesó, otros lo hubieron por muy bueno; y luego comenzamos a caminar puestos en gran concierto, los ballesteros y escopeteros junto conmigo, y los de a caballo atrás por amor de los montes y ciénagas, donde no podían correr caballos, hasta que llegamos a otro pueblo, que entonces lo despoblaron los naturales de él, y desde allí fuimos a la cabecera de Cimatan, y tuvimos otra buena refriega de flecha y vara, y de presto les hicimos huir, y quemaron los mismos vecinos naturales de aquel pueblo muchas casas de las suyas, y allí prendimos hasta quince hombres y mujeres, y les enviamos a llamar con ellos a los cimatecas que viniesen de paz, y les dijimos que en lo de las guerras se les perdonaría; y vinieron los parientes y maridos de las mujeres y gente menuda que teníamos presos, y dímosles toda la presa, e dijeron que traerían de paz a todo el pueblo, e jamás volvieron con la respuesta; y entonces me dijo a mí el Rangel: "Voto a tal, que me habéis engañado, e que habéis de ir a entrar con otros compañeros, e que me habéis de buscar otros tantos indios e indias como los que me hicisteis soltar por vuestro consejo"; y luego fuimos cincuenta soldados, e yo por capitán, e dimos en unos ranchos que tenían en unas ciénagas que temblaban, que no osamos entrar en ellas; y desde allí se fueron huyendo por unos grandes breñales y espinos, que se llaman entre ellos xiguaquetlan, muy malos, que pasan los pies, y en unas huertas de cacaguatales prendimos seis hombres y mujeres con sus hijos chicos, y nos volvimos adonde quedaba el capitán, y con aquello le apaciguamos; y los tornó luego a soltar para que llamasen de paz a los cimatecas, y en fin de razones, no quisieron venir, y acordamos de nos volver a nuestra villa de Guazacualco; y en esto paró la entrada de zapotecas e la de Cimatlan, y esta es la fama que quería que hubiese el Rangel cuando pidió a Cortés aquella conquista.

Quiero decir algunas cosas que el Rodrigo Rangel hizo en aquel camino, que son donaires y de reír. Cuando estaban en las sierras de los zapotecas, parece ser que un soldado de los nuevamente venidos de Castilla le hizo un enojo, y el Rangel dijo y juró y votó a tal que le había de atar en un pie de amigo, y dijo: "¿No hay un bellaco que le eche mano y me le ayude a atar? Entonces estaba allí un soldado que vive ahora en Oaxaca, que se dice Hernando de Aguilar y, como era hombre sin malicia, dijo: "Quiérome apartar de aquí, no me lo manden a mí que le eche mano." Y el Rangel tuvo tal risa de aquello que luego perdonó al soldado que le había enojado, por lo que el Aguilar dijo. Otra vez soltóse un caballo a un soldado que se decía Salazar, y no le podían tomar, y dijo Rangel: "Ayúdenselo a tomar uno de los más bellacos ruines que allí vienen." Y vino un caballero, persona de calidad, que no entendió lo que el Rangel dijo, y le tomó el caballo. Dale al Rangel tal risa que a todos nos hizo reír de cosas que decía. Entre dos soldados tenía diferencias sobre un tributo de cacao que les dio un pueblecillo que tenían entrambos en compañía, depositado por Cortés; y aunque no quisieron los compañeros, les hizo echar suertes quién se llevaba el pueblo. Y hacía y decía otras cosas que eran más para reír que no de escribir. Por este Rodrigo Rangel dijo Gonzalo de Ocampo, en sus libelos infamatorios: "Fray Rodrigo Rangel --del infierno tranca- la inquisición viene aquí --las barbas de Salamanca-- serán.

.. para ti", por los juramentos e sacramentos que juraba y cosas que decía y hacía que tocaban en castigo en el santo oficio. No quise hacer capítulo por sí sobre esta capitanía que dieron a este Rodrigo Rangel, porque no hicimos cosa buena por falta de tiempo; y el toque de todo: el capitán ser tan doliente y no poderse tener en los pies de malo y tullido, y no de la lengua. Y dende allí a dos años, o poco tiempo más, volvimos de hecho a los zapotecas y a las demás provincias, y las conquistamos y trajimos de paz; lo cual diré adelante. Y dejemos esto, y digamos cómo Cortés envió a Castilla a su majestad sobre ochenta mil pesos de oro con un Diego de Soto, natural de Toro, y paréceme que con un Ribera el tuerto, que fue su secretario; y entonces envió el tiro muy rico, que era de oro bajo y plata, que le llamaban el Ave Fénix, y también envió a su padre Martín Cortés muchos millares de pesos de oro. Y lo que sobre ello pasó diré adelante.

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